
Que el acompañar sea el acto revolucionario que ponga fin a décadas de sufrimientos silenciados. Y que, ante todo, nos cuidemos en el intento.
Yo no sabía y aún desconozco muchos vértices y matices de lo que pasa cuando accionamos el verbo acompañar. Cuando lo intento y cuando -por qué no- también fracaso.
Acompaño a una amiga a urgencias, acompaño a mi perro traumado a pasear, acompaño a mi madre al super. Acompaño a mi pareja a la ginecóloga. Acompaño a mi compañera en un viaje concreto y finito. Y de eso sé, más o menos, mejor o peor, con o sin ganas. El acto físico y corporal nos revela el deseo de querer compartir espacio y tiempo concretos.
Me acompaña mi madre a la psiquiatra, me acompaña mi perro a tirar la basura y a revisar que no me hayan robado la bici, me acompaña mi pareja a mi cementerio favorito, me acompañan mis amigas al súper. Y con o sin ganas, con o sin decisión propia, me adentro, en compañía, en cumplir con mi mundana cotidianidad que a veces duele y a veces resulta ser un bálsamo de tranquilidad. Lo he valorado más y a veces menos, he tenido más o menos ímpetu, pero agradezco que nos juntemos en el camino finito.
Y, sin embargo, no seré la única que se atreva a decir que en la muchedumbre me he sentido desolada. No soy la única que estando rodeada de personas la percepción de soledad era como un tragaluz que arruinaba la experiencia presente. No hablo por mí sola si pongo en palabras la fragilidad del alma cuando no encuentra lazos con otras.
Una vez nos olvidamos de acompañar con el alma y ahora somos incapaces de entender qué le duele tanto a la otra persona. Dejamos de lado las experiencias de vida y nos centramos en que -únicamente- los genes nos revelaran el misterio del sufrimiento humano. No me he sentido enferma en mi vida salvo cuando tuve una neumonía o me sacaron las muelas. Y que quede claro cuando lo digo bien alto: Si la investigación dominante en salud mental pasa por un enfoque médico de corte reduccionista y opresor de base para descubrir qué gen hace que yo esté enfadada, que busquen en las entrañas del trauma, en la violencia invisibilizada, en la pérdida de seres queridos, en la duda infinita de si soy o no válida para este mundo. No en mis genes.
Y que, si de lo contrario, la motivación y el propósito primordial por dicha investigación es ofrecer una mejor calidad de vida, una satisfacción en algo tan humano como el de estar aquí y vivir como se pueda, pero vivir a pesar de los sufrimientos que a veces siento en mis vísceras, hagan el favor de cambiar el enfoque.
Tomen en consideración, por favor, pensar en nuevas miradas hacia una investigación de ‘lo social’, qué genes defectuosos y podridos en el cuerpo estructural interactúan con la experiencia de vivir -o sobrevivir- en una sociedad efímera, capitalista y excluyente.
Y que no soy yo sola, no soy la única. Entre muchas otras, ya lo dice Faulkner (2017), aunque ‘sepamos’ que la gente con problemas mentales se beneficia de un amplio rango de ayudas o apoyos psicosociales (apoyo en las relaciones, en la actividad social, pensiones, alojamiento, etc.), estas ayudas serán las primeras en desparecer en tiempos de crisis debido a que no hay ‘evidencia’ para apoyarlas.
¿De qué estoy hablando, entonces? Hablo de que toda ayuda que implique acompañar a alguien, en lo físico y en lo mental, en lo sutil y en lo evidente, en lo relacional y las necesidades de carácter material que son imprescindibles para vivir, deben ocupar la primera línea en los proyectos de investigación e intervención-participación, siempre contando con nosotras y nuestras experiencias, para alcanzar cierta satisfacción, incluso una recuperación que, tal vez, desencadene en unas ganas de vivir la vida que sé es merecida por el simple hecho de haber nacido.
Mariona Basté
Referencia:
- Faulkner, A. (2017, 21 marzo). Survivor research and Mad Studies: the role and value of experiential knowledge in mental health research. Disability & Society. http://dx.doi.org/10.1080/09687599.2017.1302320