
No recuerdo haber estado nunca tan cerca de sentirme feliz como en esas largas semanas en que nos vimos obligados a vivir confinados. Hacía mucho tiempo que la niebla de la depresión no se disipaba lo suficiente para dejarme ver el sol. No solo dejármelo ver, sino disfrutar de él, empaparme de su luz y su calor. Durante ese tiempo me despertaba contenta y tranquila, por el solo hecho de pensar que no tenía que ir a ningún sitio, ni ver a nadie, salvo a los de casa. No recuerdo haberme sentido así ni de niña.
He recuperado aficiones que hacía años que había abandonado, he aprendido cosas nuevas, y me he ilusionado viendo que mi capacidad para hacerlo no estaba del todo muerta, como creía.
He tenido mucho tiempo para pensar, supongo que como todos. La introspección no es nueva para mí, siendo, como soy, persona introvertida y propensa a darle vueltas a la cabeza. Eso no suele llevar a nada bueno, y todo aquel que sufre o haya sufrido de depresión alguna vez, estará de acuerdo conmigo. Pero mis cavilaciones, esta vez, han ido por otros derroteros. Mi salud mental mejoró al apartarme de la sociedad, y empeora otra vez con la vuelta a la normalidad (esta tan cacareada nueva normalidad), al trabajo y al contacto social. La niebla se ha vuelto a imponer al sol, y de ella surgen otra vez todos los monstruos de los cuales me había refugiado detrás las puertas de mi casa, más sedientos de sangre, más intolerantes y más agresivos que nunca con los que no pertenecen a su tribu.
Quizás yo tengo mis problemas, pero me pregunto si no tendrá más problemas la sociedad. ¿No será ella, la que nos hace enfermar con sus exigencias, su competitividad, sus comparaciones y sus críticas? ¿No será ella, la que nos pide lo que no podemos darle, la que nos juzga, nos clasifica y nos coloca donde le parece bien? ¿O somos nosotros los que vendemos nuestra alma para hacernos un lugar en ella y mendigamos su aprobación para no sentirnos excluidos y etiquetados como diferentes? Y es que la sociedad somos todos: los que mandan y los que obedecen, los que manipulan y los que se dejan manipular, los que hablan y los que escuchan, los que mienten y los que se dejan engañar, los que creen una cosa y los que defienden lo contrario, sin darse cuenta de que su verdad es tan insostenible y vacía de contenido, o tan válida y digna de ser tenida en cuenta como la del otro. No tiene más razón quien grita más fuerte, pero el que lo hace suele imponerse, esté o no diagnosticado.
Hablo únicamente por mí, es mi reflexión personal. No sé si el precio que he pagado por ser un miembro decente de esta sociedad ha valido la pena, porque más que ser parte de ella me siento atrapada en ella. Confinada, pude huir de todo aquello que mi mente percibe como peligroso, y mi ansiedad disminuyó. Encerrada, me sentí libre, y alejada de la gente, a salvo, aunque también culpable porque mi bienestar emocional tuviese que llegar en circunstancias tan dolorosas y difíciles para la mayoría. Soy muy consciente de ello.
Pero el estado de alarma acabó e hizo falta volver a la calle, al trabajo y a las obligaciones, con un montón de restricciones añadidas. Más controlados y vigilados. Menos libres. Con el retorno volvieron el miedo y la ansiedad, la sensación de estar en peligro. Los mecanismos mentales que me ponen en tensión y me activan vuelven a estar en fase de alerta máxima. Me siento, más que nunca, amenazada por un entorno hostil. Pero no huyo ni me enfrento. No tengo valor para hacer ni una cosa ni la otra.
Lo único que hago, lo que siempre he hecho, es sobrevivir como puedo, escondiéndome y tratando de pasar desapercibida, para que los que gritan, imponen y avasallan, no se fijen en mí y me dejen tranquila.
No quiero pertenecer a ninguna tribu, no quiero más ataduras vínculos que los de los sentimientos sinceros, y éstos no atan, no juzgan, no condicionan, no exigen ni manipulan. ¿O sí?
Anna Traver