Il·lustració © Mireia Azorin

Ilustración © Mireia Azorin

Casi no recuerdo nada. Nada de nada. Solo soy capaz de visualizar el aeropuerto del Prat, llegadas, recién aterrizada de la gran manzana: Nueva York. Año 2002.

Todo a mi alrededor era un plató de televisión y yo una famosilla que recién llegaba a su ciudad natal. Todo el mundo me fotografiaba. Sólo era capaz de ver los flashes y las sonrisas de mis admiradores.

Ni tan sólo recuerdo cuándo me recibió mi padre, quien esperaba ansioso mi llegada.

Al parecer, las personas con las que había convivido durante casi un mes en la ciudad de los rascacielos se habían puesto en contacto con él, con gran preocupación, debido a que mi comportamiento en los últimos días había empezado a ser psicótico y, llamémosle, poco “normal”.

Había dejado de dormir, apenas comía y llevaba un ritmo sobreacelerado, irritada y con grandes cambios de humor. Ideas delirantes y poca coherencia en mis actos.

La verdad es que razón no les faltaba. Estaba viviendo una película en la que me encontraba rodeada de cámaras que registraban cada uno de mis movimientos, como si de El Show de Truman se tratase. Todas las canciones que escuchaba se dirigían a mí, la televisión me hablaba directamente y me atrapaba en el sintonizador. Yo, inconsciente de lo que estaba sucediendo, me sumergía cada vez más y más en aquella movie.

Y así fue cuando por primera vez pisé el suelo de un psiquiátrico, donde me estabilizaron a base de medicación y me etiquetaron con un diagnóstico.

Dejé de ser la saludable Marta para pasar a ser una enferma mental. Trastorno bipolar tipo I esquizoafectivo grave, me dijeron.

El mundo se me vino abajo. A partir de ese momento tendría que empezar a consumir medicación de forma regular (¡Cuándo yo no me tomaba ni una aspirina para el dolor de cabeza!) y dejar de lado a mis amistades ya que, según los profesionales, habían sido una mala influencia para mí.

Y os preguntaréis el porqué, seguramente. Éramos jóvenes, aventureros y nos gustaba experimentar con todo a nuestro alrededor, cosa que parece inofensiva pero, al parecer, era demasiado estimulante para mí y para mi trastorno.

Y a partir de ahí seis ingresos más, cada uno con sus anécdotas, victorias y derrotas.

Marta Diez

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