Il·lustració © Alan Calpe

Il·lustració © Alan Calpe

Tengo un monstruo dentro de mí, que me tira hacia abajo, a las profundidades negras, a la absoluta desesperación, a la certera muerte.

Siempre está ahí, expectante. A veces noto su presencia, y tengo miedo. Apareció de la nada y conmigo se quedó. No sé por qué me ha tocado a mí, si yo antes era valiente, o por lo menos, eso creía yo. ¡Fueron tantas las veces que me propuse algo y lo conseguí, y tantas otras en las que me dijeron que no podría y lo hice!

Pero ahora, todo cuesta el doble de esfuerzo, levantarse de la cama para hacer la colada puede ser un martirio. Se apodera de mí el “dejar para mañana todas las tareas”. Puesto que ninguna es de especial importancia, y aunque lo fuere, mi mente buscaría una excusa o relativizaría la necesidad de ella.

Mi cuerpo, cada día más patoso, se cohíbe de que lo vean, intenta pasar desapercibido por el resto de los mortales y de tanto que se quiere esconder, crea crisis de ansiedad, ataques de pánico, agorafobia, y no sé cuántos más sinónimos de esa sensación tan horrible, en la cual sabes seguro que sucederá algo muy espantoso en breves instantes. Y el mundo gira, las personas no tienen rostro, sólo puedo mirar al suelo, a un punto fijo e intentar controlar mi respiración.

Mi pulso está tan acelerado que siento cómo late mi corazón, el vértigo y los mareos comienzan a aparecer, mis manos se tensan para agarrarme a lo que tenga al alcance, y lo más rápido posible, intento buscar en el suelo un punto fijo, ya sea en las ruedas del carro de la compra, o en una mancha en el suelo. El desequilibrio se apodera de mí y resurgen, además, por la tensión que se genera en mis músculos, los dolores cervicales y lumbares.

Lo que en realidad son dos personas, haciendo cola en la panadería de toda la vida, para mí son una muchedumbre que se aglutinan unas tras otras, para poder salir lo más rápido posible, creando un cuello de embudo, y de la que yo al final, tras muchísimo sufrimiento, consigo salir a la calle y puedo respirar aire puro.

De la misma manera actúa mi cuerpo al pasar un camión o un coche con la música muy alta. Lo que para una persona sin estos ataques sería molesto para los oídos, para mí es como estar en el epicentro de un terremoto.

Pero no todo acaba aquí, mi cuerpo debe recuperarse de ese mal trago, debe recomponerse nuevamente, estabilizando los latidos del corazón, que persisten en taquicardia. Mis pulmones están hiperventilados. Es horrible ser consciente de la exageración de la conducta, tras observar la futilidad de la “situación de emergencia” sobre la que me ha alertado.

A pesar de que la respuesta de mi cuerpo ha sido totalmente desproporcionada, yo debo restablecerme física y psíquicamente. Sentarme me da la seguridad para comenzar a controlar la respiración: inspiraciones un poco profundas, hacer un segundo de descanso e expiraciones muy largas. Hay a quien le funciona mejor con una bolsa, puesto que hemos hiperoxigenado nuestros pulmones, ahora toca devolverles el CO2 que precisan habitualmente.

Mayte Fernández

Comentarios: