Il·lustració © Clara Carbonell

Ilustración © Clara Carbonell

Dicen que las mujeres que hemos pasado por los así llamados “trastornos de la conducta alimentaria” tenemos una percepción distorsionada sobre nuestro propio cuerpo: en el espejo nos vemos más gordas de lo que nos ven los demás; estamos obsesionadas con nuestra imagen y nuestro peso; somos vanidosas y extremadamente perfeccionistas. ¿Se trata de un asunto personal? El feminismo me enseñó que no, mi malestar era también político.

Tenía 17 años cuando me di cuenta de que estaba pasando por algo diagnosticable como un “trastorno de la alimentación”, hoy conocido como “Trastorno de la Conducta Alimentaria” (o para ser aún más reduccionistas, simplemente “TCA”). El mismo Google me lo confirmó. Cualquier búsqueda electrónica sobre mis sensaciones y mis conductas me dirigía a los criterios diagnósticos del entonces vigente DSM-IV: presencia de atracones recurrentes, sensación de falta de control sobre lo que se ingiere, conductas inapropiadas y repetidas con el fin de no ganar peso, al menos dos veces a la semana durante un periodo de tres meses, autoevaluación exageradamente influida por el peso y las siluetas corporales. La conclusión: tenía un “trastorno mental”.

Años después vuelvo a ese momento, lo conecto con mi historia de vida, con mi contexto y con la organización social, y me pregunto: ¿la del problema era yo, y no un contexto machista donde las mujeres crecemos hiper-sexualizadas pero sin derechos sobre nuestros propios cuerpos? Un contexto donde recibimos constantemente mensajes sobre lo “buenas” que estamos (o no estamos) pero que, ante la mínima muestra de deseo sexual o ejercicio autónomo y libre de nuestra sexualidad, se nos penaliza y se nos señala de la manera más severa y tristemente normalizada. “Zorra”, por decir sólo uno de los más comunes; y las luchas por legalizar o mantener legal el aborto, por poner otro ejemplo.

Un contexto que, de hecho, nos enseña muy bien a desarrollar esa “autoevaluación exageradamente influida por el peso“; donde adquirimos una habilidad inigualable para hipervigilar nuestras “siluetas corporales” e incluso las de nuestras compañeras. Navegamos entre mensajes contradictorios que no sólo nos penalizan por no cumplir con los estándares hegemónicos de la belleza y la feminidad; sino que nos culpan también por intentar cumplirlos: “la autoevaluación se ve indebidamente influida por la constitución y el peso corporal” es uno de los criterios actuales para diagnosticar este “trastorno mental” (en el DSM-5). Si no cumplo los estándares de la constitución y el peso corporal no soy tan “correctamente” mujer, pero si intento “indebidamente” cumplirlos ¿soy mujer loca? Culpa sobre culpa.

Un contexto donde nuestra “autoevaluación” no gira en torno a los mismos valores con los que se identifican fácilmente la mayoría de los hombres. Nos toca fijarnos en nuestro peso y en nuestras curvas; compararnos constantemente con ideales publicitarios y con las compañeras al lado, mediante imaginarios tan imposibles que sabemos inalcanzables y sin embargo nos cuesta mucho dejar de intentar. Integramos incluso la necesidad de competir entre nosotras por un reconocimiento que es finalmente machista.

¿Qué otra cosa puede generar un contexto así, sino culpa y castigo? Una necesidad implícita de depositar la culpa y el castigo sobre nuestros propios cuerpos. Una necesidad de por fin traspasar los límites que el machismo y el patriarcado nos han impuesto. Un breve ejercicio de libertad y autonomía corporal y, acto seguido, vivir las consecuencias dolorosas de dicho ejercicio: castigarnos con una purga auto-infringida; para después regresar a la situación inicial, “como si nada hubiera pasado“, “como si no hubiera ingerido 2.000 calorías en 30 minutos“, “que nadie se entere“, “que sigo siendo perfecta“.

¿Quién transformó en mí esta necesidad? Ningún psicólogo, psiquiatra, médico, ni manual diagnóstico. Fueron otras mujeres, fue haber cambiado de contexto, fue haber tenido la oportunidad de hacer otras cosas socialmente valoradas, fue haber construido nuevas redes y nuevas metas (los estudios, la academia, el activismo, el feminismo). Aprender de ellas, de mujeres que habían recibido los mismos mensajes que yo. Algunas habían pasado por situaciones parecidas; otras habían crecido con más libertades, con otras opciones. Y yo crecí de nuevo, junto con ellas.

Muchos años antes de mi nacimiento, las feministas de la segunda ola dijeron que “Lo personal es político“. Que nuestros malestares no son aislados ni individuales, sino que están conectados con una serie de discursos, prácticas y relaciones entretejidas en la estructura social y política. A mí no me hacía falta la psiquiatría, me faltaban otras relaciones, otras narrativas, otras experiencias y otras posibilidades. Me faltaba politizar mis malestares; eso me lo ha enseñado el feminismo.

Grecia Guzmán

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