
El otro día escribí un twitt, en el que explicaba que los psicofármacos me salvaron la vida. Sí, ellos salvaron “mi vida física”, mientras que “mi alma” la salvaron los míos y la música. Para mí ese fue un twitt valiente, porque observo una gran tendencia en contra de la toma de psicofármacos dentro del activismo en salud mental, del que siento que formo parte.
Me considero una mujer de aproximación libertaria, procuro vivir mi vida en lo que siento que puedo, en base a esta forma de pensamiento.
La industria farmacéutica, como toda empresa en el contexto capitalista, tiene un interés principal y evidente, lo sabemos. Su finalidad es maximizar beneficios y utiliza estrategias muy poco bondadosas para ello, a costa de nosotros. Me disgusta de forma superlativa esta industria y su falta de escrúpulos. Sin embargo, necesito de sus productos. Tomo psicofármacos desde los 21 años, con un periodo de 10 años de discontinuidad. Ahora tengo casi 40 y llevo desde los 32 con tratamiento medicamentoso. Mantengo una relación ambivalente con la medicación que tomo. La necesito, pero no la quiero, me protege al mismo tiempo que me fastidia con sus efectos secundarios/adversos, me permite sentirme libre y viva a la vez que me esclaviza. ¿Lo podría relativizar? No. Nuestra relación es esta porque la concibo de esta manera. Con todo, la acepto como una compañera en mi vida. No me cae muy bien, pero me aporta equilibrio en mí misma. Nos vemos las caras a diario, por la mañana antidepresivos y por la noche un antiepiléptico a dosis bajas. Así, durante años y estoy casi convencida que muchos años más.
Cuando volví a tomar medicación, a los 32 años, fue al dejar de dar el pecho a mi hija. Como ya expliqué una vez en el artículo de “El infierno de mi TOC y el vivir con sentido” decidí dejar de amamantar a mi niña, cuando ella tan solo tenía 11 meses y en contra de mi voluntad. No quería, pero debía de hacerlo. Era necesario que empezara a tomar de nuevo medicación, ya que con el embarazo apareció de nuevo y con más fuerza que nunca el TOC (basado en pensamientos obsesivos con un contenido que atacaba mi sentimiento de dignidad como persona). Ese monstruo que tenía en la cabeza me torturó de tal manera y sin tregua alguna, que dejé de reconocerme, dejé de vivir, para sólo sufrir. Quería morirme, pero no podía hacerlo porque mi niña era lo que más quería en esta vida. Hice psicoterapia dos veces por semana, hasta caté alguna pseudoterapia por desesperación. No había salida. Me tendían la mano, pero no alcanzaba a cogerlas. Estaba en un agujero oscuro, profundo y muy peligroso.
Las únicas personas que supieron fueron mi compañero y mi madre, quienes conocían mis monstruos, a quienes torturaba con preguntas incesantes, quienes sabían de mi vida sin vida, quienes me acompañaron como supieron y sin rendirse en las tinieblas de mi mente, que se convirtieron en nuestras vidas durante aquel periodo. Fue muy duro, no solo para mí, sino también para ellos. Hubo varias veces, situaciones de desesperación, que amenazaban nuestros vínculos. Pero resistieron, resistimos. Por amor.
Empecé pues, a tomar otra vez medicación. Fue frustrante, porque me costó un año más de sufrimiento de TOC (se mantenía igual de fuerte) y además tenía los efectos indeseables causados por la medicación. Al año decidí cambiar de médico psiquiatra y con ella, la nueva psiquiatra, con su atención y sus cuidados, su empatía y conocimientos, pude agarrarme de su mano para empezar a salir de aquel infierno. Dio en el clavo con una medicación apropiada para mí. Sí, una psiquiatra y los psicofármacos que ella me prescribió, salvaron mi vida. Porque Violeta había dejado de ser Violeta, funcionaba hacia afuera como un robot, pero realmente ya no había rastro de ella.
En unos meses, los pensamientos obsesivos empezaron a aflojar, tanto en frecuencia como en intensidad. Empezaba a reconocerme a mí misma, pero aún estaba lejos de mi vida. Pasé todos aquellos años sin poder escuchar música (adoro la música), sin poder leer (amo la literatura), viviendo mi infierno escondida detrás de una máscara, viviendo en secreto la perversidad de aquellos pensamientos obsesivos. Durante aquellos años, fingía estar bien con los míos (los amigos), les escondí mi realidad.
Cuando la buena psiquiatra y la medicación salvaron mi vida física, mi alma empezó a sentir, empezó a querer vivir de nuevo. Y recuerdo perfectamente, el primer día que me puse una canción en los oídos, porque real y genuinamente quería escucharla. No fue un esfuerzo, fue una necesidad. Y lo hice, repetí la canción unas 3 veces seguidas. Después entré en casa, cuando mi compañero me llamó. Le conté aquel momento mágico. Nos pusimos contentos.
Era una noche que estaba en la montaña, necesitaba ver la luna y el cielo oscuro estrellado. Sentir el aire fresco acompañada del silencio. Necesitaba conectar con la vida. Recuerdo que, en aquel instante, me sentí viva, con energía y fuerza. Libre. Y me puse la canción ¡Uau! Me sentí feliz en mí misma, por primera vez en varios años. La letra, la guitarra y aquella voz me embriagaron en plena serenidad. Ya no solo era un cuerpo en vida sino también un alma libre, al fin.
Quise quitarme las cadenas que aún me impedían. Desafié a los pensamientos obsesivos que seguían hablándome. El desafío consistió en contarlos a algunas de mis amigas. Tenía miedo, miedo a posibles reacciones, a que me apartasen de sus vidas, a que me juzgasen. No hicieron ni una cosa ni otra. Su respuesta fue de sorpresa, comprensión y cariño. Lloramos juntas, nos abrazamos y allí están ellas a mi lado y yo al suyo.
Fui afortunada, las personas a quienes conté mi secreto más oscuro respondieron con amor. La medicación adecuada a mí, el amor de los míos y la música fueron elementos claves para poder salir del TOC.
Laia Oliva