Il·lustració © Mireia Azorin

Ilustración © Mireia Azorin

Como ya conté en un artículo anterior, yo sufrí abusos sexuales intrafamiliares y maltrato psicológico en la infancia. Recuerdo el sentimiento de desamparo, de tristeza infinita, de soledad, de indefensión. ¿Cómo pedir ayuda, si los que te tienen que ayudar son los responsables de tu dolor? Aunque asumes que estás sola, no, no puedes asumirlo, porque asumirlo implica darte cuenta de lo que ocurre. No eres consciente de lo que ocurre; eres un niño, no un adulto. Por ello, para protegerme, mi cerebro creó un trastorno mental en forma de escudo.

Cada vez que me encuentro con artículos relativos al maltrato y sus consecuencias, los veo como muy centrados en un determinado momento, edad, sexo o espacio que ocupamos en la familia. Echo de menos que se hable del maltrato que se convierte en dinámica familiar en la cual todos sus miembros se sienten infelices, pero son incapaces de romperlo. Las historias se repiten en las familias, mis hijos harán lo que yo hago, yo hago lo que mi madre hizo antes y mi madre hizo lo que hizo porque lo aprendió de su entorno familiar, que venía condicionado por un entorno familiar anterior.

Leyendo diferentes artículos sobre mujeres maltratadas, me doy cuenta de que son perfectamente extrapolables a personas que hemos sufrido maltrato en la infancia, del tipo que sea. Presenciar gritos, insultos, malos modos entre los adultos que te son importantes, aunque esos mismos adultos se crean que no te afecta puesto que debes estar tan acostumbrado que ni te inmutas. No es que no te afecten, es que tu cerebro se está defendiendo y ante estas situaciones se “desconecta”, con el consiguiente peligro de que nos cree un trastorno para seguir defendiéndonos de forma indefinida.

Como niño no tienes elección, no tienes recursos económicos ni personales para irte de esa casa ni para parar la violencia física o verbal que estás sufriendo. Recuerdo en muchas ocasiones pedirle a mi madre que dejase de insultarme. Usaba cualquier excusa para hacerme sentir como una mierda humana, me insultaba diciendo lo mala hija que era, que el hijo de cualquier vecino era mejor que yo, hasta que me hacía llorar de dolor por sus palabras. Su insulto favorito era subnormal, me lo decía a diario y yo lo asumí como cierto. Cuando ella conseguía hacerme llorar a causa de sus insultos, yo la miraba y sentía que el hacerme llorar de dolor a ella le hacía sentirse mejor interiormente. No debería resultar extraño que con 23 años decidiera suicidarme, la razón es que prefería estar muerta a seguir viviendo en la misma casa que mi madre. En aquellos momentos no sabía explicar lo que ocurría, mi cerebro hacía tiempo que había creado un escudo de protección, en forma de psicosis, que me ayudaba a sobrevivir creando un mundo paralelo.

Ser consciente de que las historias suelen repetirse me obliga a ser honesta conmigo misma. No voy a hacer lo mismo ni tampoco lo contrario. Hacer lo contrario implica tomar decisiones basadas en la dinámica de la que quiero salir. Por ello intento ser honesta conmigo misma y mis sentimientos. Aunque la mayoría de mis sentimientos sean contradictorios, no lucho contra ellos, acepto la contradicción como base para empezar desde un nuevo lugar.

Empezar de nuevo, desde otro punto, con toda la experiencia acumulada del lugar anterior sin que condicione la nueva dinámica familiar que estoy creando a mi alrededor. No puedo, ni quiero, volver atrás.

Rosa García

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