Fotografia © Xavier Almirall

Fotografía © Xavier Almirall

Tener un trastorno mental no me convierte en una persona diferente de las demás. No me hace ni mejor ni peor persona. Hay que huir de los estereotipos que tanto daño hacen. No es justo sentirnos etiquetados por el simple hecho de tener un trastorno, como si éste fuera capaz de monopolizar nuestras vidas, sus circunstancias y nuestras decisiones pasadas y futuras.

Soy madre, ni mejor ni peor que el resto de madres. Estoy en total desacuerdo en medir nuestro buen hacer como madres por los logros de nuestros hijos. No es justo que les obliguemos a convertirse en los hijos perfectos ante los ojos ajenos; y de alguna forma, convertirlos en rehenes de sentir que hemos triunfado en nuestro papel de madres ante la sociedad.

Las grandes madres sólo pueden tener grandes hijos. Tal vez por ello intento ser honesta y reconocer ante mis hijos que no soy perfecta, que no puedo con todo, que en ocasiones me siento sobrepasada por las circunstancias. Les explico que soy humana, por lo que, de alguna forma, les doy permiso a ellos para ser también humanos; para no sentirse coaccionados a ser los hijos perfectos ante la sociedad; para no sentirse mal por no obtener mejores calificaciones académicas que el resto de sus compañeros; para no tener que demostrar continuamente que todo lo saben y todo lo pueden; para no entrar en competencia con sus iguales por miedo a perder mi cariño. Cuánto más mayores se hacen mis hijos más me doy cuenta de la importancia que tiene hacerles sentir aceptados, sin condiciones.

Es duro ser madre cuando sabes que hay miradas que te juzgan continuamente. Recuerdo una vez, con mi pareja y mi hijo pequeño, que en aquel momento tendría unos dos años, que fuimos a comer a un bar y en la mesa de al lado había una señora que nos hablaba sin conocernos de nada. En un momento dado esta señora me dijo: “No me pareces una buena madre puesto que no te estás riendo continuamente de las monerías que hace tu hijo.” ¿? Independientemente de cualquier consideración al comentario de esta señora, me hizo plantear que las personas somos continuamente juzgadas. Somos juzgadas, cosa que a nadie le gusta, y para protegernos de ser juzgados nos convertimos en juzgadores (o jueces). Círculo vicioso: juzgado-juzgador.

Por eso me declaro madre sin etiquetas, madre sin necesidad de justificar sus risas o sus lágrimas. Madre que cada día toma decisiones acertadas y/o equivocadas, pensando en los suyos, rechazando la necesidad de agradar a los ojos ajenos.  Me declaro incapaz de solucionar una rabieta de mis hijos en dos minutos, y con cuatro preguntas un sábado por la tarde… en un supermercado lleno de familias. Lo que irónicamente hace que me sienta reconfortada al comprobar, in situ, que mis hijos no son los únicos que tienen rabietas, cosa de la que sí es capaz un gran padre, que nos alecciona a través de su página del Facebook, llena de fotografías de una familia entrañable, que parece sacada de un serial americano.

Tener un trastorno no me hace mejor ni peor madre, ni tan siquiera me hace diferente. Curamos heridas con besos; llevamos un pañuelo con sus mocos en nuestro bolsillo; nos pasamos las tardes en el parque vigilando a nuestros hijos; nos conocemos al dedillo las canciones de sus series favoritas y las cantamos con ellos; adaptamos nuestros horarios a sus necesidades; nuestro primer pensamiento al levantarnos y el último al acostarnos es para ellos; y los amamos, como nunca antes de tenerlos nos habríamos imaginado. Yo estoy viviendo el momento agridulce en que el mayor de mis hijos empieza a volar: agrio, puesto que es durillo no verlo todos los días; y dulce, puesto que al independizarse se ha convertido en el único responsable de sus decisiones. Soy igual al resto de madres, no es justo que por un diagnóstico se me juzgue como diferente.

Rosa García

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