
En 2003, con 23 años tuve que empezar de cero. Algo demasiado fuerte para mi entendimiento desconectó mi cerebro de la realidad y todas sus pequeñas conexiones. Aquella noche trabajaba de enfermera en la clínica Teknon, en la planta de ginecología. Trabajaba de noche desde las 8h de la noche hasta las 8h de la mañana.
Llevaba un cierto tiempo no pudiendo conciliar el sueño de día, eso sumado a mi alta sensibilidad que era contraproducente siendo enfermera, a que había incubado una depresión debido a años y años de abusos (externos y conmigo misma) y todo un sinfín de anécdotas que me habían llevado a no quererme nada y ambientado en las noches jóvenes de alcohol y otras consecuencias del ambiente que crecía en mi juventud, hizo abocarme a un cuadro psicótico abismal que ni los médicos eran capaces de controlar.
Tenía una catatonia corporal, se me había paralizado todo mi cuerpo y mi organismo no respondía a tratamientos ni endovenosos, ni musculares, ni orales y los médicos les hicieron firmar lo que se llama “el consentimiento informado” a mi familia, mi gran familia; mi hermano y mi madre, que por cierto iban todos los días a verme, solo una hora, porque estaba grave. Los médicos le dijeron a mi familia que corría un riesgo vital y que había que actuar inmediatamente. Tengo un vago recuerdo de cuando iba a la sala de electrochoque y el recuerdo que tengo en aquella, se puede decir semiinconsciencia mía, era de miedo. Y soledad, mucha soledad. Solo me quedan pequeños flashes de aquello, supongo, porque mi cerebro es listo y ha decidido olvidarlo. Tras las nueve sesiones de terapia electroconvulsiva empecé a progresar, tanto a nivel físico como psíquico, ya que además estaba en medio de un cuadro de alucinaciones místico-religiosas, había tenido alucinaciones visuales con autobuses que parecían cobrar vida y cosas así.
Hubo un médico que me salvó la vida en todas las dimensiones de la palabra. Y me la salvó en varias ocasiones: El Dr. Blanch. Pero el trabajo personal que tuve que hacer me llevaría 20 años hasta cumplir casi 40 años para conseguirlo. Los principios son muy duros, y después de la terapia electroconvulsiva, que son descargas eléctricas en el cerebro, perdí bastante memoria. Parecía ser un golpe del destino como en una película y resulta que aquello me estaba pasando a mí.
De repente, había amigos que no reconocía y mis amigas tenían que refrescarme la memoria, pero en un año ya estaba trabajando de enfermera haciendo revisiones y 9 meses después del cuadro ya trabajaba haciendo domicilios los fines de semana poniendo inyecciones y haciendo curas. Iba al gimnasio que para mí fue importante, ya que aparte que me gustaba, adelgacé parte de los kilos que me había hecho engordar todo el carrusel de medicación que me habían puesto. Mi médico me comento que confiaba en mí y que tenía que hacer mi vida lo más normal posible y que me veía capaz. Le estaré, siempre, eternamente agradecida.
Trabajaba de 8:30h a 16:30h, iba al gimnasio y no podía fumar, ni beber, ni tomar café, ni salir de noche…
A los 2 años de esto me enamore y aunque fue uno de los mejores momentos de mi vida yo no estaba restablecida y, por tanto, no era el momento adecuado. Pero viví momentos maravillosos, y durante 11 años trabajé sin parar, tuve a mi hija pero cuando ya pensaba que todo me sonreía en la vida sufrí una recaída que lo tiró todo por la borda. Pero fui constante y no decaí, me caía pero me volvía a levantar; probé psicólogos, terapias, libros de psicología, técnicas de relajación. Viví el sufrimiento puro y duro, y aunque no se lo recomiendo a nadie porque no es el camino fácil, me enseñó a ver y adquirir el sentido de mi vida y a guiarme hacia la luz.
Me divorcié, se murió mi padre, me quedé sin trabajo… A cada trabajo que iba lo pasaba peor, si no hice doscientas entrevistas no hice ninguna… Me encontré fracaso tras fracaso pero en ese trayecto sane mi autoestima, aprendí a quererme y cambié por completo. Fue muy duro pero me considero fuerte y cabezona y eso me ayudó.
De repente un día, sabía lo que quería, cambié el chip; ya no basaba mi vida en los reproches sino en el positivismo, ya no quería llorar sino alegrar, transformar y no derrotar porque a pesar de estar ida en el hospital siempre encuentras la lucidez en qué le dices a tu mejor amiga: ”Sabía que no me ibas a fallar”. Porqué todo, con esfuerzo y disciplina, se puede lograr. Porque la vida es esfuerzo y cuando consigues algo tan grande como encontrar tu propio sentido y tu lugar en el mundo lo sabes y no necesitas que nadie te lo diga, ya que tu propio ser interior está satisfecho.
Ahora no trabajo, pero no me siento diferente ni menos que los demás. Se puede utilizar el tiempo ayudando a los demás, escribiendo, cuidando de la naturaleza, haciendo arte-terapia; porque hay personas que hemos querido dar tanto de nosotras mismas, como puede ser un sobresfuerzo en nuestra profesión o dando un hijo en una difícil situación que nuestra patología nos exige descansar; y hay que estar preparado para eso, también, y aceptarlo con alegría y firmeza.
Blanca Aguilera