
Estoy filosofando conmigo misma sobre la forma en que la publicidad, los programas de televisión, algunas personas que conozco, muchos profesionales de la salud mental y escritores de libros de auto-ayuda, nos aleccionan sobre la forma correcta y rápida de conseguir la felicidad absoluta. Se supone que nuestra meta en la vida es triunfar en el ámbito laboral, social y familiar, si no lo consigues es por tu culpa, puesto que Fulanito y Menganito lo consiguieron y buena prueba de ello son las revistas del corazón, esas que solo sirven para pasar el rato en el lavabo y en la peluquería.
Me resulta irónico que el mensaje que nos envían es el de crearnos una vida glamurosa. Se nos niega el derecho a la tristeza, a la aceptación de nuestro propio cuerpo, si todas las mujeres aceptaran su cuerpo las clínicas de cirugía estética quebrarían.
¿Y si yo quiero estar triste? O lo que es más posible, ¿y si yo necesito sentirme triste? Pues nada, que entonces soy un perdedor, independientemente de las circunstancias que esté viviendo tengo que mostrarme feliz y animoso. A veces cuando nos sentimos tristes, no hay nada más duro que escuchar: “no pongas esa cara de tristeza que me preocupas”, lo que nos lleva a sentir que molestamos a los demás, a esconder sentimientos, lo que a su vez genera más sufrimiento.
Y me resulta irónico puesto que si tienes delirios, alucinaciones o euforia, nos dicen que sufrimos de estados alterados de conciencia y nos dan pastillas para no sentir absolutamente nada, ni dolor ni placer. En cambio, cuando repites una y otra vez eslóganes publicitarios y haces lo que te dictan que es correcto, se supone que eres normal. ¿Normal? No, gracias. A nadie debería parecerle normal el renunciar a ser nosotros mismos, sin tapujos. Con todo lo bueno, malo y regular que sentimos interiormente. Con nuestras contradicciones, con nuestra personalidad y nuestras propias opiniones sobre todo lo que nos rodea y nos afecta de una forma u otra. Renunciar a nosotros para convertirnos en otros, no gracias, no quiero esa supuesta felicidad, puesto que sé que es ficticia.
Para acabar me gustaría recomendar una novela que leí hace años, de Aldous Huxley titulada “Un mundo feliz”, en realidad un mundo donde todos creen ser felices, por lo que no se cuestionan la sociedad en la que viven. La hiperfelicidad como forma de control de masas.
Rosa García