Fotografia © Elena Figoli

Fotografía © Elena Figoli

Un día sientes, sin saber por qué, que la luz se apaga, que algo en tu interior ha cambiado. Y lo peor, no sabes por qué, la obsesión se apodera de ti. Sientes que no mereces existir y te preguntas una y otra vez por qué te sientes así. Pasa el tiempo y, sin saber cómo, todo cambia, todo parece brillar. Todo cambia radicalmente… Sólo quiero volar o escapar. Me siento enérgica y con fuerza. No me juzgo y actúo por impulso como un animal. Sólo me importa divertirme. No tengo sueño ya… Por fin, mis amigas me ingresan al ver cómo actúo. La luz se apaga. Ya no siento nada, totalmente sedada.

Debido a mis antecedentes familiares, rápidamente me diagnosticaron de trastorno bipolar en fase maniaca, igual que mi padre. Mi estancia en el psiquiátrico fue positiva, me sentía totalmente protegida, era menor de edad y tenía tan solo diecisiete años. Pero, dado mi estado, decidieron dejarme allí ingresada en un centro de adultos. Recuerdo el chocolate deshecho de los jueves por la mañana. Y el zumo de melocotón después de la medicación. No quería salir al exterior, tenía mucho miedo de mí misma. Mi psiquiatra me dio el alta porque decía que me había adaptado demasiado al medio. Estuve ingresada un mes y medio. El pánico se apoderó de mí ¡Todo parecía tan grande! Recuerdo, camino a casa, pasé por un puente, me situé en medio, y me pregunté: “¿Hacia dónde quieres ir?”. Cerré los ojos y con todas mis fuerzas deseé estar bien, como antes. Esto me ayudó y me ayuda. A veces voy a ese puente y me pregunto: “¿Lo estás haciendo bien?” Y doy gracias a Dios.

Posteriormente fui al Centro de Día, donde por primera vez consumí porros y alcohol a diario. Hasta que me di cuenta que mi salud estaba por encima de todo, que no necesitaba drogas adicionales, ya tomaba bastantes de las terapéuticas para estar eutímica. Durante muchos años tardé en aceptar mi trastorno afectivo bipolar porque lo asociaba a ser igual que mi padre. El cual jamás se medicó. Mi infancia no fue fácil. Él era Guardia Urbano y la psiquiatra le hizo varios test. Le retiraron el arma. Era sumamente violento y cambiante.

En mi infancia, mis hermanos y yo pasamos miedo. Miedo de estar en casa y de estar fuera de ella. Las broncas y peleas eran continuas. Recuerdo, con tan sólo cinco o seis años, le pedí a mi madre: “Divórciate de él”. Me contestó que no podía económicamente. Mi madre estaba sola, tenía a toda su familia en Andalucía, tratando de protegerse a sí misma y a tres niños pequeños. Siempre traté de proteger a mi hermana. A mi madre constantemente la violaba y pegaba. A mi hermano lo llamaba “maricón“. En fin, ¿cómo podía aceptar tener el mismo trastorno que él? No podía aceptarlo.

Ahora entiendo que mi padre no era un “trastornado mental”, sino una mala persona. Me costó muchos años aceptar mi trastorno por lo que ya he explicado. Nunca más volví a recaer, estoy estable desde los dieciocho años.

Lo que me ha ayudado es tener siempre fe en mí misma y no compararme con nadie. Me digo: “Eres un ser único, querido e irrepetible. Cada uno sabe su camino y la lucha recorrida, jamás te des por vencida”. Ya no me juzgo. Lo que hice cuando estaba mal no fue mi responsabilidad. No me comparo con nadie. Todos somos seres queridos, únicos e irrepetibles. Mantengamos la fe y esperanza en nosotros mismos, ya que somos unos luchadores y, a pesar de lo sufrido, con una actitud adecuada y positiva se sale de esto. Ahora soy libre, libre de mí misma.

Rosana Llorente

Comentarios: