
Cada mañana cuando he de prepararme para salir de casa, primero debo luchar contra mí misma, esforzarme para coger las fuerzas necesarias para abrir la puerta de la calle, coger aire profundamente y no dejarme llevar por el monstruo que habita dentro de mí: la fobia social, la agorafobia o como quieran llamarle.
Temblores, especialmente en las manos y las piernas, como si no las pudiese controlar. A veces no se levanta el pie, como si se hubiese quedado enganchado unos segundos en el suelo con un velcro. Inestabilidad física, inseguridad desmesurada por ruidos dentro de la cabeza, tensión en toda la musculatura, aumento del ritmo cardíaco y, por lo tanto, de la frecuencia respiratoria… Todos estos síntomas son fruto de un pánico exacerbado y me pasan en milésimas de segundo, pero que se me hacen eternas mientras lo estoy sufriendo. Hay días que el miedo es tan fuerte, que hasta me hacen daño las manos de tanto que me aferro a los bastones con los que camino para no caer.
Aunque hay días que puedo tirar la basura y salir los pocos metros que separan mi casa del contenedor ¡Y no me es necesario ningún bastón! Puedo estar orgullosa de mí misma, porque este invierno no podía ni salir al patio de casa, parecía como si hubiese una barrera invisible que no me dejase traspasarla y, simplemente, lo que había era la nieve y mis tres animalitos. Hoy en día, aun siendo una odisea, puedo aferrarme a mis bastones y con paso muy lento e inestable, puedo hacer mi recorrido.
Si tan siquiera cinco años atrás alguien me hubiese pronosticado que esto me pasaría a mí ¡No lo hubiese creído ni por un segundo! ¡Ni siquiera sabía que alguien lo podía llegar a sufrir así de mal!
Aunque todavía tengo lugares, fuera de casa, que para mi mente deben ser “seguros” y donde la ansiedad no se hace tan cruda y anulan la persona que soy realmente. Cuando estoy en “pequeño comité” estoy mejor, aunque esté en la calle, pero donde no haya mucho ruido o voces demasiado llamativas, ni que tampoco haya demasiadas distracciones visuales, porqué sino vuelve a crecer el monstruo que vive dentro de mí y empiezo a alterarme, mejor dicho: mi cuerpo se empieza a poner en tensión, preparándose para la lucha.
Si estoy a tiempo, me paro y me siento en alguna acera y empiezo a escribir. A veces son frases sin sentido, otras de lo que siento, y otras sobre la empatía hacia las personas que he cuidado. Escribir es como sacar una espada, me sirve para alejar durante unos momentos estas sensaciones tan hirientes que se apoderan de la persona que yo era.
Pero por muchas corazas, espadas y por muchas ganas de luchar que yo tenga contra este monstruo… Al final él siempre termina ganando o me deja fuera de combate durante más de dos días y tan agotada que tengo dolor ¡Incluso allí donde no lo había tenido nunca!
Finalmente, cuando vuelvo a rehacerme un poco de los dolores, o veo que llevo dos días sin salir de casa, cojo la mochila, los bastones, enchufo los auriculares al móvil y pongo música, abro la puerta de la calle, respiro a hondo, y sin mirar nada más que el suelo me dispongo a volver a caminar y a hacer mi pequeña ruta. Porqué la ansiedad, el pánico, la agorafobia o como quieran decirle es un gran monstruo ¡Pero yo soy una gran luchadora y de momento no pienso dejarme vencer!
Mayte Fernández