
Ilustración © Francesc de Diego
En los primeros tiempos en los que yo visitaba al psiquiatra y la psicóloga me encontraba, a menudo, con un chico en la sala de espera de aquel centro. Él era J., tenía 20 años. Yo era 3 o 4 años mayor que él. Él era moreno, cabello liso, media melena, alto como yo. Vestía sencillo. Se lo veía angustiado cuando le hablaban mucho rato. Un día habíamos intercambiado impresiones en la entrada o en la salida de la consulta. Un día lo invité a la caminata popular que organizaba la asociación de familiares, pensando que le gustaría la actividad.
La caminata siempre se hace un domingo de principios de Junio. Él vino con su madre. Yo iba con mi hermana, mientras que mi padre estaba en la organización del acontecimiento.
Ese día, nada fue igual que antes y nada fue igual que después. La caminata, de unos 11 kilómetros, tenía sus avituallamientos y parada, a medio camino, para desayunar un bocadillo de butifarra, bebida y café. Yo no me separé de J. Íbamos hablando por el camino de nuestras cosas. A él le gustaba la música de Extremoduro, la banda de heavy-rock extremeña. Estuvimos andando y comentando temas nuestros, de cómo llevábamos la enfermedad, etc. Mi hermana, como es ella, hacía comentarios muy insidiosos, y hasta cierto punto, me crispaba su presencia, ya que no me llevo demasiado bien con ella. En fin, que ese día podríamos haber acabado mal, como siempre. Pero, sea como sea, fuimos todos juntos: J., con su madre, mi hermana y yo gran parte del camino.
En la hora de desayunar, allí en un rellano al lado de una ermita, estaban todas las parrillas a punto, todos los organizadores haciendo butifarras y bocadillos para los 300 o 400 caminantes que habitualmente vienen a cada edición de la caminada. En estas que J se me dirige y me dice: “-¿Sabes una cosa? Me suicidaré”. Recuerdo vagamente lo que le respondí: “– No digas eso, J. Ni en broma. Un día te vendré a ver y me explicas tus problemas. Pero ahora no es el momento de hablar de este tema. Disfruta del desayuno y no te ralles, J., intenta pasártelo bien, ahora. En serio.”
Lo noté muy angustiado y ansioso… Como si le fuera la vida en lo que yo le pudiera responder. Ese día se acabó la caminata y cada cual volvió a su casa. Yo fui a mi casa, donde mi madre había preparado un almuerzo suculento, como acostumbraba a hacer los fines de semana. Pasó el domingo. El lunes siguiente, al mediodía, llego a casa y mi padre me dice: “– Dani, han encontrado a J. muerto… Un accidente cuando iba a coger el tren.” “– ¿Me tomas por estúpido, papá? J. se ha suicidado… Tal y como me dijo ayer en la conversación, durante la caminata.”
Lloré de rabia e impotencia. Me sentí un estúpido privilegiado, alguien que no le otorgó la importancia merecida a las palabras de J. el día anterior, en el desayuno de la caminata.
Fui al entierro. Mucha gente de la comarca se despidió de J. Estaban todos los representantes de las instituciones psiquiátricas, trabajadores sociales, terapeutas ocupacionales, psicólogos, etc.
Me sentí impotente delante de la realidad tan adversa que vivía este chico. Su padre tenía ludopatía. Su madre estaba en el paro. La casa de su familia estaba con los suelos sin terminar. Él, J., era hijo único. Sufría esquizofrenia paranoide. Fumaba porros. Escuchaba música muy contestaría, entre otros, Extremoduro. Sólo era necesario mirarle a los ojos para darse cuenta que su mente estaba en otro sitio. Que él negaba su yo. Que él negaba su entorno. Que él se sentía rechazado, discriminado y aislado del mundo.
Y yo me arrepentiré una y un millón de veces de no haberle extendido la mano cuando era justo, necesario e imprescindible que yo lo hubiera hecho… Se perdió un alma de 20 años… Puede que no por mi culpa. Pero nunca me perdonaré que hiciese caso omiso a su grito de alarma. En el fondo, ése “¿Sabes una cosa? Me suicidaré” era un grito de alarma. Era decir: “¡Ayúdame! ¡Socorro! ¡No aguanto más esta mierda! ¡Necesito ayuda!” Y me arrepentiré toda la vida de no haberle extendido la mano a tiempo.
Es cierto, como dice una enfermera de psiquiatría del centro donde me visito: “Quién dice que lo hará es muy probable que lo acabe intentando”. Por lo tanto, ¡alerta! Quién habla de suicidio… No os lo toméis en broma. No lo dice por decirlo. Lo dice porque sufre y tiene pensamientos o ideas que lo llevan a pensar en el fin de sus días.
No quiero dar consejos. Pero yo he tenido muchas veces pensamientos de suicidio que no he materializado nunca. Vencer los pensamientos suicidas no es algo fácil. Os puedo decir que frente a pensamientos o ideas suicidas es necesario pedir un ingreso hospitalario, aunque sea voluntario, con la ayuda de amigos, familia, etc. Un buen tratamiento médico, mucha terapia, escucha, estimación, afecto, comprensión, tiempo y ayuda… Puede ser el inicio de la recuperación y el fin de los pensamientos o las ideas suicidas.
A pesar de todo es necesario tratar éste tema con mucha sensibilidad y respecto, sobre todo por los que ya no están aquí entre nosotros.
Dani Ferrer