
Fotografia © Elena Figoli
A lo largo de la vida se nos plantea la pregunta de quién queremos ser. Se trata, unas veces de forma idílica, otras utópica, de un reflejo de lo que nuestras características y capacidades podrían, combinadas, llegar a ofrecer. El caso es que la presencia de un trastorno bipolar sacude los cimientos del proceso de respuesta a esa pregunta, hasta el punto de desfigurarla de un modo que generalmente la sociedad, que está como ciega a un campo que estigmatiza como es el trastorno mental, no alcanza a entender.
Para muchas personas resulta común el proceso destructivo al que se ven sujetas, por los objetivos de moldeo de uno mismo. Ponerse a discutir con esta gran mayoría acerca de las inmensas dificultades añadidas que supone sufrir algo patológico y crónico a nivel mental no sólo resulta inútil, sino también desesperante.
Mientras que la enfermedad física actúa de hacha ante la barrera de madera que las personas pueden querer interponer para defender aquello de: ‘para todos es muy duro’, presentando de modo visible una evidencia que tumba cualquier argumento; el trastorno mental navega por derroteros muy diferentes. Aquí entramos en el campo invisible de la gestión de pensamientos y emociones. Y ahí estamos sin evidencias físicas que constaten la gran diferencia entre una persona sana y otra con un sufrimiento patológico. Y es que todos pueden mantener estar profundamente deprimidos o anómalamente eufóricos. Por supuesto, también albergan el convencimiento de que una persona afectada de un trastorno, espabilándose, puede funcionar exactamente igual que el resto.
Si se ve un brazo con los huesos sangrantes por fuera no se exigirá, por lógica, actividad alguna por su parte. Si no se puede ver o palpar la problemática de la que se nos hace eco, desgraciadamente la reacción que se produce es, demasiado a menudo, diferente. Así pues, si bien la sociedad, lógica en mano, deja fuera de toda discusión el que alguien inmovilizado de cintura para abajo no pueda ser futbolista; cuando se topa con una persona con un trastorno mental, las cuestiones de dicha naturaleza se ponen en tela de juicio y entonces nace una discusión desesperante.
En el caso una psicosis maníaco-depresiva como la que padezco a nivel personal, parece que el clímax a una vida de desestabilización, en forma de una década de ingresos, adicción al alcohol, toneladas de sufrimiento tanatoautolítico y otras tantas de psicosis como colofón a prolongadas manías, no hace que mi condición de invalidez absoluta y pensionista sea respetada lo más mínimo. A la que cierta mejoría asoma, entonces uno ya debe regresar a la misma autopista donde todos corren en sus automóviles de motor regulado. Tanto da que apenas un par de años antes tu ‘carro’ se encontrase en el desguace.
No obstante, esta situación espolea de un modo que puede aprovecharse, siempre y cuando uno logre dar con una fórmula de estabilidad que se prolongue, como mínimo, en grandes ciclos que permitan la construcción de una vida.
Al comienzo de este artículo escribía sobre la idea de quién queremos ser. Pues bien, hasta llegar a este último punto, muchos de nuestros sueños y objetivos habrán tenido que ser tirados a la basura. Si, como por desgracia ocurre en un elevado porcentaje, hemos encontrado en un tóxico como el alcohol un terreno que potencie la ilusión de estabilidad de cara a afrontar las fases descompensadas del trastorno bipolar, lo más probable es que hayamos acabado por desarrollar una forma de adicción a él. Y eso hace que gran parte de nuestra vida tenga que ser constantemente descartada hacia los residuos que genera ese nocivo estilo de vida. Para nosotros y quienes nos rodean.
Porque afortunadamente, existen excepciones dentro de la sociedad que he dibujado. Hay mucha luz en el oscuro mundo del trastorno mental, aunque actualmente en conjunto apenas dé para vislumbrar un farolillo indicando el camino en una noche cerrada sin estrellas. Ya es mucho, sin embargo. Es un primer paso.
El mismo que tenemos que dar cada vez que nuestra pareja en el romance por nuestra identidad, esa persona que queremos hacer de nosotros, nos abandone dejándonos abatidos. Hay que saber la dirección en la que hay que seguir caminando, quizá desconociendo en qué nos convertiremos, pero sintiendo en lo más hondo la sensación de que se está actuando correctamente.
Yo hace dos años que peleo duro por mantener la estabilidad. Hace cuatro meses que no pruebo gota de alcohol. He encendido mi propio farolillo en esta oscuridad donde debemos tratar de ayudarnos, los unos a los otros, y nosotros mismos.
Víctor Fernández García
NOTA: Víctor tiene su propio Blog, en el que podrás leer más artículos suyos: Un Universo en Palabras.