
Fotografia © Kasia Derwinska
Un buen día, cuando trabajaba en una fábrica de embutidos, sufrí una alucinación visual en la que había una serpiente, que me perseguía por todas partes. La imagen de la serpiente, allí dónde fuese de la fábrica, se me hacía omnipresente y me entorpecía el pensamiento de manera constante, hasta el punto que pedí terminar antes ése día y al día siguiente no ir a trabajar, para coger una baja laboral de más de dos meses. Guardo un escrito de aquella época en la que intenté describir la alucinación, dice así:
“Cuando apareció aquella alucinación me sentí desplazado, desubicado de mis quehaceres. Me sentía en un segundo término y mi voluntad era secuestrada por ideas que no venían al caso o que no venían a cuenta o que estaban al margen de lo que en aquellos momentos tenía entre manos. Es la desconcentración que te coge y te traslada al mundo irreal de la alucinación. La alucinación no pide permiso, no llama a la puerta. Se va dejando sentir poco a poco. Va apareciendo a medida que las horas pasan y a medida que el estrés y el nerviosismo aumentan, a causa de las horas de trabajo. Por la fatiga y la angustia de no poder salir o librarse de este estrés.
Las alucinaciones vienen y vuelven a venir. A veces vienen con más intensidad y es cuando querrías echarlo todo a rodar. Son invisibles, intangibles. No es que te falte un brazo o una pierna, te falta lo más esencial que articula todo el comportamiento, que queda hecho trizas cuando la alucinación entra y te barre literalmente. Es como una aparición. Como el retrato de aquello indeseable, que de sopetón, entra en tu vida para molestar el curso normal de tu actividad. Es la molestia personificada. En ella, perdura la alucinación. La alucinación se instala y te hace actuar de manera distanciada, lenta y poco coordinada.
No tienes armas para combatir el desbarajuste. Estás desarmado frente a un arma siniestra y tenaz que te ata de manos y pies porque es omnipresente y poco a poco se te apropia la memoria, los reflejos y los sentidos primordiales. Para defenderte debes huir o esconderte, alejarte de los demás. Los demás actúan con normalidad y no aprecian nada en ti. Además, son conscientes en todo momento de lo que hacen. Su talante y su mente despierta los hace actuar en consecuencia y ser conscientes de su actividad. Yo percibo que lo que me pasa a mí no les está pasando a ellos o ellas. Sólo me pasa a mí.
La alucinación que tuve el día anterior a mi baja era la misma que había tenido semanas antes, cuando trabajaba mis 7 o 8 horas e iba un poco estresado. Se me había hecho presente con menor intensidad que ésta vez. Fue el día que hice 12h30m que la alucinación creció y creció, sobretodo, a partir de la tarde. Era la serpiente, una serpiente, la cabeza de una serpiente y poco a poco mis piernas se me encorvaban, se hacían curvas. Y la serpiente sacaba la lengua cada vez que yo sacaba la lengua para humedecerme los labios. La serpiente eclipsaba mi atención, de manera que el trabajo que traía entre manos quedaba en segundo término. Cada minuto se hacía imponderable. Cada minuto que pasaba me cansaba buscar en la estantería la caja y el código, porqué la serpiente ocupaba el eje central de mi pensamiento. Cuando me hablaban la serpiente se iba, pero cuando no, volvía. Era horrible. No podía, mejor dicho, no tenía control de mi alucinación. Venía y volvía cuando yo volvía a la monotonía de sacar cajas de les estanterías.
Salté y dije que ‘estaba hecho polvo’ y me dijeron ‘vete’ y me fui con la intención de llegar a casa, cenar, dormir y no volver al día siguiente. Y así fue.
Una alucinación se toma muchas libertades. Viene y vuelve sin saber cuándo marchará, ni sin saber qué forma tomará la próxima vez. Cuando la alucinación coge toda su intensidad, piensas en una salida violenta para acabar de arreglarlo todo. No hay razón que pueda combatir lo que sucederá en la mente enferma, porque la mente es intangible y a veces, impenetrable. La alucinación se va tejiendo con el paso de los días. Al principio de trabajar en ésta fábrica, yo alucinaba de vez en cuando. Alucinaciones inconstantes, poco fundamentadas, como todas, y que no me acopiaban del todo. Una vez terminada la jornada laboral, salía y hacía las paces con mi mente fatigada. Encendía un cigarrillo, subía al coche, encendía la radio e iba tranquilamente para casa.”
(Una fecha inconcreta entre Febrero y Mayo de 2004)
Dani Ferrer