Il·lustració © Mireia Azorin

Ilustración © Mireia Azorin

Me llamo Inma, tengo 47 años. A los 19 años, más o menos, empecé a tener los primeros síntomas de problemas de salud mental. Comento mi edad y cuando empecé a tener lo que en mi familia llaman “mi enfermedad“, para que se puedan entender los grandes temores o miedos que últimamente me acosan.

Antes de mis problemas, mis padres me decían que si en algún momento se derrumbaba la casa, a mí no me cogería dentro. Me encantaba la calle y relacionarme con todo el mundo, era una persona muy extrovertida. La imagen que mis amigos tenían de mí era que siempre sonreía. Hasta el punto que un amigo al que yo adoraba me llamaba sonrisas. Igualmente, siempre estaba arreglando mi armario, mi habitación, me encantaba que todo estuviera en su sitio.

Más adelante, tengo el recuerdo de unos años que, por diversas razones, considero dulces. Fui madre y, cuando mi hija era pequeña, me sentía como nunca me había sentido. Me costó mucho tenerla y me hacía mucha ilusión la maternidad porque había llegado a estar convencida que nunca podría tener un hijo, debido a la medicación psiquiátrica y a mi propio trastorno. La dificultad era que no sólo necesitaba dejar la medicación para que el bebé no tuviera secuelas, sino que también precisaba una atención profesional especial para poder llevar a término el embarazo.

Antes de salir de la clínica con mi hija recién nacida, ya había hablado con el psiquiatra y tenía la medicación para volver a tomarla. Tuve que volver a medicarme, intentando que no interfiriera con poder criar a mi hija, teniendo en cuenta que duermes cuando el bebé quiere. Los propios horarios desaparecen, sobre todo los primeros meses.

A los cuatro años de haber nacido mi hija tuve una recaída y un ingreso involuntario. Dos años después de este ingreso, tuve otro. En esta época, dejé de estar capacitada física y mentalmente para llevar las tareas básicas de la casa. No sabía ni cómo ponerme a limpiar, no sabía cómo hacerlo. Me había olvidado incluso de bailar, que antes tanto me gustaba. Tomé conciencia de que ya no podía hacer lo que todo el mundo hacía, lo que se consideraba normal.

Me volví desordenada, perdí la coordinación de mi cuerpo… Fueron años duros. Tomaba de media unas trece pastillas diarias: antipsicóticos, antidepresivos, medicación para poder parar mi impulsividad, etc. Hasta el punto que dejé de sonreír, parecía un zombie, cuando bailaba era como un robot y me era imposible concentrarme. Si algo de mi casa se desordenaba, era incapaz de ponerme a ordenarlo. ¡¡No sabía cómo hacerlo!!

Cuatro años después del segundo ingreso, empecé a rebajar la medicación, siempre con el acompañamiento profesional correspondiente. Fue un proceso de más de dos años. Entonces fui consciente que recuperaba mis capacidades. Volvía a ser capaz de llevar una casa, de bailar, a tener memoria, a ser la que era antes.

Con la recuperación, aparecieron los miedos, con ataques de pánico incluidos y con otro tipo de síntomas que no quiero recordar. ¿De dónde vienen mis miedos? De la experiencia de perder el control de mi cuerpo, mi memoria, mi cabeza y el control de mi vida. Y de pensar que tengo un vacío de 10 años en mi existencia. Miro atrás y no recuerdo casi nada de esa época (y lo poco que recuerdo, preferiría no hacerlo).

Tengo miedo de que mi cabeza me traicione, que me desanime hasta el punto de no encontrar salidas. En realidad, miedo a no darme tiempo a solucionar los problemas. Siento que no puedo permitirme un desánimo, para que las personas de mi entorno no me digan: “¿Qué, otra vez igual?”. Miedo a que me vuelvan a tratar como a una persona que no vale.

Os diré algo, nosotros que tenemos problemas de salud mental somos personas, y me gustaría que me trataran como a un igual. Porque trabajando o no, hay otras actividades que podemos realizar, como un voluntariado, que requieren que las hagan personas. Y sin que esto de estar diagnosticados nos obligue a aceptar que nos coloquen etiquetas absurdas. Lo único que pedimos a la sociedad es respeto.

Inma Arriaga

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