Ilustración © Riki Blanco

Ilustración © Riki Blanco

Hace casi 11 años me diagnosticaron de Trastorno Límite de la Personalidad (TLP) y, la verdad, cumplo los “requisitos” a la perfección. Mis días TLP son duros, muy duros y, sobre todo, largos, muy largos.

En las noches previas a esos días, parece que algo ha cambiado de sitio en mi cerebro. Como si un neurocirujano me hubiese practicado algún tipo de intervención nocturna y hubiera tocado, desconectado o trastocado, malintencionadamente, algunas neuronas, algunas sinapsis, algunos neurotransmisores específicos con el fin de borrar todo pensamiento positivo, toda emoción agradable, todo sentimiento bondadoso. Con lo que, al día siguiente, me despierto con un humor radicalmente cambiado.

Como ya empiezo a conocer el trastorno, nada más poner los pies en el suelo, detecto que “Hoy va a ser uno de esos días”. Es como cuando notas que estas incubando una gripe. Hay unos síntomas físicos -en mi caso taquicardia, sudoración, hiperventilación, etc.-, pero sobre todo psíquicos; los cuales, a mi juicio, son los peores de sobrellevar.

Dentro de esos días TLP, existen dos subcategorías: los días que se caracterizan por el vacío crónico y la apatía. En estos días, soy como un “trozo de carne”. La diferencia es que sí siento y padezco. Pero no tengo ganas de hacer nada, no tengo motivación por nada, me siento desesperanzada y desgarradoramente confusa.

Mi presente no es presente, porque vivo a caballo entre el futuro incierto que me aterra y el pasado que me aprisiona y me encarcela. Aparecen ideas de muerte. Todo este bucle emocional se instala desde primera hora de la mañana y se va, a saber cuándo. Todo depende de las estrategias que pueda utilizar, según mis terapeutas.

Existen otros días en que la emoción más poderosa es el Miedo. El temor a todo y a todos. Además, como no tiene motivo externo alguno, se convierte en una sensación más desconcertante, si cabe. Se trata entonces de días en estado de alerta, desconfianza e incertidumbre continua. Mi cabeza se obsesiona con pensamientos negativos tales como que “algo malo va a ocurrir, voy a ser abandonada, alguien me va a traicionar o a hacer daño, voy a contraer una enfermedad…”.

Y cuando soy capaz de intentar calmar un poco la ansiedad, pensando por qué tendría que suceder algo terrible, siempre acabo llegando a la misma conclusión: “Porque me lo merezco”. Esta sentencia, por supuesto, nada me calma, ni alivia mi ansiedad. Más bien todo lo contrario. Empieza entonces una montaña rusa de emociones negativas: me hiperactivo mentalmente, lo que hace que me paralice físicamente, en el mejor de los casos. En el peor, y ante la desesperación por acabar con ese estado de alteración e incremento constante de pensamientos, emociones, sensaciones y sentimientos caóticos, paso a la acción, lo cual me proporciona un efecto inmediato de alivio.

A partir de ahí, se dan los episodios de autoagresiones, si estoy sola. Y el abanico es verdaderamente amplio, si el trastorno se lo propone: desde los sentimientos de culpabilidad, autoexigencia, frustración, humillación, comparación y consiguiente desaprobación; hasta las acciones que dejan señales de sufrimiento en el cuerpo: las autolesiones. Todo ello teñido de emociones tales como la tristeza, la rabia, el dolor, la impotencia… Todas estas son emociones que las personas sienten a veces y, con más o menos suerte, son capaces de gestionar. Pero en mi caso se convierten en invalidantes y letales y, por el contrario, son ellas las que me gestionan a mí.

Si estoy en pareja, éste se convierte en mi enemigo. Y pueden aparecer las amenazas y los ataques verbales o físicos. Casi siempre, mi enemigo pasa a ocupar ese rol porque yo misma -bueno, mi trastorno-, se lo otorga. Es él quien representa una amenaza para mí y tengo que responder ante la vulnerabilidad que siento.

Necesito castigarle, atacarlo, “reducirlo” con lo único que poseo en esos momentos: mi ira. Una ira total, implacable, que no entiende a razones, sólo a las mías -las cuales ya están tan distorsionadas que operan por si solas-. Me encuentro, de nuevo, invadida.

Así, cuando me falla el sistema de regulación emocional, y el raciocinio salta por la ventana, me invade el TLP y ya no me siento ni soy la misma persona. Entonces soy dos personitas que se maldicen entre sí y me siento en una lucha constante y eterna de autodestrucción y, por ende, daño todo lo que quiero y a quienes quiero.

Pero no todos mis días son TLP. También aparece mi parte sana. Y con el paso de los años, y la ayuda de mi equipo de profesionales, estos días son cada vez menos frecuentes y, quizás, menos intensos. Pero es un aprendizaje que requiere constancia, disciplina y un verdadero trabajo.

Sonia Avellaneda

Comentarios: