
Ilustración © Sergi Balfegó
Se han publicado muchos artículos sobre lo que supone para nosotros el trastorno mental, ese compañero perpetuo. Sobre lo que ha significado en el pasado, lo que nos condiciona en el presente y la inseguridad que nos provoca al pensar en el futuro. En definitiva, sobre un sufrimiento que sólo cada uno de nosotros conocemos.
Sin embargo, se ha escrito muy poco sobre el sufrimiento que, nuestro trastorno, también, ha ocasionado y ocasiona a nuestros familiares más cercanos: pareja, padres, hijos, hermanos.
Mi primer episodio de euforia ya he narrado cómo lo viví; ahora voy a relatar como lo vivió mi familia.
Ese día fatídico, llamé a mi madre y, de forma incoherente, le avisé que su casa se estaba quemando en ese instante y con ella dentro. Saltaron las alarmas -no por ese fuego inexistente- y ella se desplazó rápidamente a mi casa, avisando a mi hermano y mi cuñada de que también lo hicieran. Ellos llegaron primero, el espectáculo era dantesco: yo, con un pijama con el pantalón ensangrentado -tenía la regla, pero ellos no lo sabían-, descalza, desgreñada y con una verborrea sin sentido alguno. Mi hermano intentaba tranquilizarme, pero mi cuñada se había quedado sentada en una silla, como una estatua: inmóvil y muda, incapaz de salir de su asombro.
Al poco llegó mi madre: se le partió el corazón al encontrar a su hija en un estado en el que jamás habría querido verme. ¿Qué hacer? Llamaron a un médico de guardia, el cual, con toda la buena fe del mundo y la inseguridad por hallarse ante un cuadro médico que él desconocía, les dijo que quizá se trataba de una esquizofrenia y que era preciso trasladarme a un hospital. Yo me negué y mi última imagen al salir de forma involuntaria de casa fue la de mi abuela, apoyada en una pared, con su rostro lleno de dolor y lágrimas.
Mi familia tuvo que arrastrarme por los pies hacia el vehículo e intentaron que no siguiese alterándome. Vanos intentos: para cuando llegué a urgencias, ya era una mujer poseída por el diablo. Mi hermano siempre ha dicho que no recuerda cómo condujo durante ese trayecto: él solo tenía presente llevarme a donde se me pudiese ayudar. Los camilleros se encontraron con una mujer enfurecida y, en consecuencia, intentaron protegerse. Mi madre les suplicó que no me hiciesen daño. Yo no recuerdo que me lo hicieran.
Tres personas abatidas, confusas, en las que se había instalado ese miedo tan dañino: a lo desconocido. Pasaron minutos, quizá horas, en las cuales, cada uno de ellos se hacía decenas y decenas de preguntas: ¿qué le ha pasado? ¿Por qué? ¿Ha tomado drogas? ¿Podíamos haber hecho algo para evitarlo? ¿Por qué no a mí…?
Salió un médico y les preguntó: “¿La oyen?”. Imposible no oírlo: gritos, chillidos, una metralleta de palabras obscenas, amenazas. Miró a mi madre: es su hija, debe quedar ingresada. El lunes les atenderá el equipo médico.
A ese desgarrador momento, le siguió un periplo de pasos, visitas médicas, búsqueda de antecedentes familiares: mis seres queridos acompañándome en los permisos, dentro de la sala de psiquiatría, mientras yo me paseaba como una zombie y por mis poros se respiraba la medicación. Diagnóstico: trastorno bipolar. Así, sin más, ni malo ni bueno: lo que no se conoce no se puede valorar. Vienen más preguntas y llegan las respuestas. Y con ellas, la dura realidad: puede, y de hecho ha sido así, que cambie la vida a todos, por pequeña que sea la diferencia.
Es verdad, el trastorno me cambió la vida. A través de los años, me ha hecho más fuerte, más capaz de valorar los pequeños momentos que la vida nos brinda. Y por encima de todo, me ha hecho sentir muy, muy orgullosa de mi familia: en todos estos años, y ya van veintiuno, no han dejado de quererme, de apoyarme, ni un solo día.
Montse Baró