
Cuando una persona dice que está “depre”, normalmente es porque está triste, tiene algún problema por resolver, un contratiempo con el que no contaba; pero esto propiamente no es una depresión, aunque durante unos días tenga que tomar algún fármaco flojito para no estar nerviosa y por la noche poder conciliar el sueño.
La depresión tiene más entidad; y yo, que tengo una de endógena, quiero explicar la diferencia con la exógena -la más común- y también los síntomas más importantes de la que yo tengo desde hace 38 años.
En mi caso, comenzó con insomnio; es decir, no podía cerrar los ojos una noche, ni otra, ni la siguiente. Y eso desembocó en agotamiento y llantos sin sentido. El primer médico que me visitó fue el de familia y me dijo que había que buscar un psiquiatra de confianza porque seguramente sufría una depresión. Así lo hice, y lo primero que éste me recomendó fue ir a un psicólogo conocido suyo. Allí pasé casi una tarde: interpretando dibujos, llenando cuestionarios y contestando a muchas preguntas. Hizo un informe para el psiquiatra y no tuve que ir más.
La segunda visita con el psiquiatra ya tenía el diagnóstico hecho: “Tienes una depresión endógena”, me dijo. “¿Sabes qué es?”. Y al ver la cara de póker que ponía, me lo explicó.
La depresión en la mayoría de los casos es exógena; es decir, la ha provocado un duelo familiar, quedarte sin trabajo y no encontrar, una enfermedad que te preocupa, etc.; pero se trata un tiempo con la medicación que indica el psiquiatra, que suele ser flojita, y si conviene se tienen algunas visitas con el psicólogo para dar apoyo en esta situación. Pero normalmente en poco tiempo, cuando el problema se soluciona o no está tan en carne viva, te remontas y lentamente vas dejando la medicación.
Por el contrario, la endógena se considera que tiene un origen genético -incluso puede ser de cuarta o quinta generación-; para producirse no necesita de una causa adversa, ni externa. La principal causa sería el desequilibrio en los neurotransmisores del cerebro, entre los que está la serotonina; al menos eso es lo que me han dicho, pero es una hipótesis, porque científicamente hay explicaciones muy controvertidas. La trata más el psiquiatra que el psicólogo; o sea, se deben encontrar los medicamentos que combinados vayan bien para mejorar o curarte, lo que ocurre en un porcentaje muy pequeño, y más cuando se cronifica, como es mi caso.
Debo decir que en principio los síntomas son similares en los dos tipos: tristeza, angustia, cansancio, insomnio, dolor de cabeza, dolor de estómago. Pero en el caso de la endógena estos síntomas van a más; primero lentamente y desde hace unos trece años -hablo de mí- las limitaciones y consecuencias han ido más deprisa, y además cada vez son más acentuadas. Debo añadir que se tiene sensación de incomprensión, culpabilidad, soledad -aunque se esté acompañada-, inutilidad, de no ser importante para nadie, ni tener interés por nada -lo que de manera coloquial diríamos “todo me da igual”-, y la familia o amistades más cercanas no saben qué hacer ni lo entienden casi nunca del todo, por más interés que pongan. Solo lo puede comprender un buen profesional o una persona que lo haya pasado.
Sobre todo al principio, me decían en casa: “Arriba, levántate de la cama que llegarás tarde a trabajar”. Pero era una lucha tan grande que muchas veces, a regañadientes, tuve que coger la baja, no sólo por lo que cuesta levantarse, sino porque esto iba acompañado de otros síntomas de los que he descrito. Por suerte, tengo que decir que he podido trabajar casi cuarenta años, ya que empecé muy jovencita, aunque los últimos han sido agotadores. Y sigue siendo muy difícil levantarme porque es común, cuando ya hace tantos años que tienes el trastorno, que se cambie el ritmo del sueño; es decir, que de la noche harías día y del día, noche.
Este tipo de depresión no es muy conocida, por eso he querido exponerla, porque estando ingresada o en el hospital de día, donde ha sido necesario ir en varias ocasiones, no he encontrado ninguna persona que tuviera esta patología, y yo misma les he explicado en qué consistía porque todo el mundo la confunde con la depresión exógena.
En dos ocasiones he leído de psiquiatras reconocidos lo que yo, hasta ese momento, no sabía expresar cuando la familia me preguntaba qué sentía. El doctor López Ibor dijo en una conferencia que la depresión es “la tristeza del alma”, y el doctor Gastó que ha sido durante unos años jefe de psiquiatría del Hospital Clínico de Barcelona, definía la depresión como “la imposibilidad de sentir cualquier placer”.
Para no dejaros con desazón, debo decir que a estar enfermo también se aprende. Y aunque no tenga ganas de hacer nada, ni ver a nadie, siempre me queda una brizna de esperanza pensando que algún día puedo mejorar. Intento revivir momentos o situaciones agradables del pasado, pensar en paisajes bonitos, amistades verdaderas -no siempre lo consigo-; pero entretanto me apoyo con dos pilares que nunca me han fallado, aunque algunas veces los vea como rodeados de niebla -cuando tengo una crisis fuerte-: la fe y la familia. Por eso mi “tristeza del alma” es menos sobrecogedora que en otras personas, pienso yo, y a “no sentir placer” no puedo decir que me he acostumbrado, porque nadie te dirá que se ha acostumbrado a caminar cuatro pasos y tener que detenerse porque le falta aire, pero lo asumo como una limitación más, al igual que ir teniendo poca memoria o caminar sin estabilidad y caer alguna vez. Cuando no tengo crisis intento poner de mi parte todo lo que puedo para vivir mejor y no hacer sufrir, pero si el depósito se agota, paciencia, más paciencia, más paciencia.
Y por último, un consejo para cualquier persona que lea este escrito. Si usted o alguien cercano, sea familiar, amigo o conocido, tiene alguno de los síntomas descritos en el trastorno depresivo, no pierda tiempo y vaya al psiquiatra o psicólogo con la idea de ser sincero del todo, piense lo que piense y haga lo que haga, y con el propósito de tomarse la medicación tal y como le indiquen. Sino, es hacer perder tiempo y tirar el dinero.
M Carmen Samaranch