Fotografia © Elena Figoli

Fotografía © Elena Figoli

El proceso para conseguir que nuestra vida sea estable, que nuestro trastorno ocupe el lugar que debe y que éste nos permita adquirir una cierta seguridad es más o menos lento según sean nuestras circunstancias personales.

Ya mencioné en otro artículo la gran importancia que tienen nuestras relaciones sociales en el proceso de recuperación; pero, por descontado, éstas no son el único factor que nos ayuda a recuperarnos.

En mi caso, hace dos años me fue concedida la invalidez. Podría haber sucumbido a la tentación de obsesionarme en pensar que en mi vida anterior sí fui útil; que durante los 27 años que trabajé, buena parte de ellos sí fui muy válida al ser responsable de varios departamentos. Podría haber lamentado que esos años se habían terminado e, incluso, haber caído en una situación de añoranza, de: “¡Qué felices aquellos tiempos! ¡Nunca volverán!”.

Sin embargo, tuve muy claro que no podía ir hacia atrás y que las cosas volvieran a ser como antes. A algunas de ellas, ya había tenido que renunciar. No podía salir por la noche a divertirme como lo hacía antes. Bueno, ¿y qué?, podía salir por las mañanas. Es mejor no viajar a países cuyo sistema sanitario sea primario; no importa, seguramente no voy a poder ir a todos los países que sí pueden ofrecerme una garantía ante cualquier eventualidad.

¿Y qué pasa con todo aquello que no podía hacer mientras trabajaba? Lo tuve claro, hay que aprovechar la oportunidad. Me encontraba en una situación asintomática, pero ello no era suficiente. Tenía que encontrar la estabilidad que camina de la mano de la recuperación.

Una de mis aficiones favoritas es escribir cuentos para adultos, y lo hago precisamente desde que cesó mi actividad laboral. Lo que siento mientras escribo es inenarrable. Tan solo puedo decir que la creatividad en la que me sumerjo provoca que cualquier vivencia anterior que hubiese podido marcar mi vida quede colgada ahí, donde debe estar, en el pasado. Cuando termino un cuento siento una gran satisfacción, que aumenta cuando las personas de mi entorno me dicen que han disfrutado con su lectura. Se produce un efecto extraño: me siento útil por dentro y por fuera. Interiormente, porque yo misma me nutro de positividad, de orgullo -sin ningún tipo de prepotencia- y porque descubro una fuerza interior que me lleva a pensar que voy en dirección correcta hacia ese “descanso” de la inseguridad. Externamente, porque transmito mi fuerza interior a mi entorno, entendido en el sentido más amplio: familia, pareja, amigos, compañeros, vecinos e incluso personas que, con probabilidad, sólo vea una vez. Esto tiene muchas ventajas, muchas consecuencias positivas. Por mencionar sólo una, la lucha contra el estigma: “¿Y tú tienes un trastorno mental…?”, te preguntan, asombrados.

Además, hay otra dedicación muy importante en mi vida: aquella en la que soy voluntaria en un centro de niños. Hace aproximadamente un año que colaboro con ellos, y puedo decir que mi “mirada” hacia la vida, nuevamente, ha cambiado. Atrás quedan aquellos tiempos en los que precisé ayuda para entender que mi trastorno no era un castigo y que podría haber sido objeto de cualquier enfermedad que no me hubiese permitido estar ahora escribiendo estas líneas. Atrás quedan las depresiones por no encontrar sentido a la vida. Atrás quedan tantas y tantas cosas de las que jamás imaginé que pudiera desprenderme. Querer y que te quieran, sin más vínculo que ese amor, es una de las experiencias más alegres y dulces que podemos vivir.

Aconsejo, con toda humildad, que potenciemos nuestras actividades de ocio, nuestras habilidades, que seguro que existen. Quizá con anterioridad al diagnóstico ni nos lo habíamos planteado, pero ahora tenemos la ocasión de hacerlo. Seguro que nos sentimos mejor si cocinamos, practicamos idiomas, cantamos, leemos, bailamos, caminamos… si hacemos todo aquello que nos llene y nos acerque a los demás.

En cuanto al voluntariado, creo que es una de las tareas que más nos puede ayudar a encontrar o a mantener ese equilibrio tan deseado. La relación con niños que carecen de lazos emocionales, con adolescentes que anhelan importar a alguien, con personas de la tercera edad que no imaginaban tener como compañera a la soledad y con tantos otros colectivos que precisan de la solidaridad de otras personas, puede ser muy especial. Tan especial, que puede, incluso, provocar algo inimaginable: vivir con total y absoluta normalidad.

Montse Baró

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