
La maldad era un concepto tan sólo, un pequeño constructo mental que me hacía más llena de matices. Así, jamás me hirió: formaba parte de mí, y yo no quería hacerme daño.
Poco a poco, la noción de maldad creció en mí, me envolvió con su cuerpo tórrido y su alma helada. Pero aún vivía en el mundo de mi mente. La sentía como a las tormentas de arena del Sáhara, como al sonido de la selva o como al estruendo de un tornado: con mi imaginación.
En el Universo imaginado, la maldad era una mera sombra de su manifestación.
No recuerdo cómo comenzó a verterse la maldad en la realidad de todos y reptó ominosamente hacia mí, pero sí he guardado sin querer miedos, tristeza y, sobre todo, incredulidad.
No comprendí lo que sucedía. Aunque fui capaz de entender los entresijos conceptuales de la situación, mi mundo emocional quedó en la oscuridad más absoluta. Vivía algo tan complejo como elemental: el acoso escolar. Eso lo conocía, lo asociaba con otros conceptos: la batalla por la supervivencia, el paradigma de lo diacrónico en el mundo de los seres vivos.
Lo que no sabía era sentirlo.
Mi Asperger hacía que no reaccionara tal como mi torturadora quería, y ello la convertía en alguien cuya necesidad imperiosa de herir, en apariencia, no se cumplía. Ella deseaba que yo implorara, que aullara, que me mostrara como el ser humano doblegado que ella había querido moldear con gestos burdos y descuidados.
Pero no. Yo no lloraba, no me quejaba siquiera. Ni tan sólo me defendía. Mi reacción, consistente en ignorar conductualmente todo ataque, sin duda resultaba desconcertante.
Para los demás, claro. Para mí no: yo comprendía que no comprendía y, al no comprender, me escondía. Acostumbrada a vivir en un lugar recóndito de mi mente, me refugié allí y, ya libre de cualquier posibilidad de ser herida, descansé. Dormí, acurrucada, durante años. Sabía que nadie podía alcanzarme en la fortaleza inexpugnable de mi ser sin matarme y, así, también evitarme todo sufrimiento. Por tanto, ¿para qué salir de allí?
No era capaz de entender los perversos motivos que se escondían tras el hecho de que esa chica me hiciera daño, de que me insultara, de que me siguiera a casa, de que me humillara. No lograba comprender por qué los demás guardaban silencio.
Los demás. Todos los demás: adolescentes -supuestos compañeros míos a quienes observaba desde mi rol de víctima como pertenecientes a otra casta (a otra clase, a otra especie. A otra realidad)-, y adultos, seres humanos en quienes había depositado todo mi poder de veneración, de adoración. Yo me sabía diferente, y pensaba que, al crecer, esa diferencia iba a desvanecerse. ¿Era eso en lo que me iba a convertir? ¿En una persona voluntariamente ciega ante la tortura, ante el sufrimiento?
Si era así, no lo quería. Prefería seguir siendo diferente.
La maldad etérea que hasta entonces había vivido en mi mente luchaba contra aquello que mis sentidos percibían, contra los estímulos que contribuían a crear un nuevo ser conceptual: las estridencias de las burlas herían mis tímpanos y penetraban en mi cerebro. Un nuevo paradigma de maldad se estaba creando contra mi voluntad. Mi mente lloraba la pérdida de lo que ahora llamo inocencia. Antes no tenía nombre, sólo era una red de ideas, de conceptos abstractos.
Ya nada era abstracto cuando alguien me decía al oído que me iba a matar.
Sí, dormía, pero tenía horribles pesadillas.
Por suerte, desperté. Me armé de todo el valor que pude reunir y me enfrenté a los demonios que ella había logrado que esperaran, pacientemente, en la periferia de la fortaleza, sedientos de sangre.
La batalla fue dura. Aun hoy recorro con dedos imaginados cicatrices muy reales. Pero valió la pena luchar: ahora, tan sólo duermo en el mundo tangible. En mi mente, siempre me mantengo despierta, desplazándome por sus valles y montañas y, de vez en cuando, observando las ruinas de una fortaleza ya olvidada.
Rosa del Hoyo