Mareas

Fotografía © Elena Figoli

Soy socia de ActivaMent desde hace un tiempo y, aún cuando me encanta escribir, sobre todo cuentos para adultos, todavía no había participado en el Blog. Supongo que porque nunca encontraba el momento. Ahora, después de ver el video de Eleanor Longden explicando su vida, que es toda una lección de coraje, esperanza y autoestima, ese momento ha llegado.

Tuve mi primer brote a los 30 años. Con anterioridad, nada relevante había ocurrido, salvo que fui una adolescente, y luego una joven mujer, algo especial. Para mi familia, yo era un poco rara. Mis estados de ánimo cambiaban con una frecuencia inusual. Este comportamiento lo justificaban atribuyéndome una sensibilidad distinta a la de las personas que me rodeaban. Recuerdo que durante unos años escribí un diario –que, por cierto ignoro, a dónde fue a parar-. En él, plasmé perfectamente esa montaña rusa en la que vivía. Subiendo y bajando, para subir y nuevamente bajar. Y así, siguiendo un ciclo parecido al de las mareas. Realmente, sí que algo había estado ocurriendo.

Con una certera precisión fui diagnosticada: Trastorno Bipolar. Palabras que nunca ni yo, ni mi familia, ni incluso mi entorno, habían escuchado jamás. La primera en tener que enfrentarse a ese desconocido que se había apoderado de su hija, fue mi madre. No dio oportunidad a que el mundo se le cayera encima. Cogió al “toro por los cuernos” y se dispuso a recabar cuanta información y ayuda fuera necesaria para convivir con ese trastorno que había irrumpido en nuestras vidas.

Por el contrario, yo me dediqué a ignorarlo. Tenía el convencimiento de que era parecido a la varicela: sólo te toca una vez y, por tanto, la próxima sería otra la persona afectada. Pero me equivoqué, nuevamente esa persona fui yo. Ya no podía mirar hacia otro lado, el trastorno estaba ahí y no me iba a abandonar. Me rebelé, maldecí, busqué culpables y, finalmente, me resigné.

Pude continuar trabajando, saliendo con mis amigas, viajando. Es decir, vivir con normalidad. Pero tal normalidad sólo existía en apariencia. Se había apoderado de mí el miedo. Miedo a que el estrés del trabajo, los conflictos emocionales, mis fantasmas, causaran un brote. Miedo a hacer largos viajes, a que una noche no pudiese conciliar el sueño. Terror a perder a la persona que mejor conocía mi trastorno, a caminar por el oscuro túnel en el que te hunde la depresión.

Un día cayó en mis manos un libro de Paulo Coelho y leí: “Volví a sentir unas inmensas ganas de vivir cuando descubrí que el sentido de mi vida sería el que yo le quisiera dar”. Fue como el pistoletazo de salida. Acudí a terapia de coaching y ese sentido fue desplegándose poco a poco delante de mí. Muchos aspectos de mi vida cambiaron, siendo uno de los más importantes mi relación con el trastorno. Aparqué la resignación; no se trataba de ningún castigo. Abandoné los miedos; nunca te permiten ser feliz. Sencillamente, lo acepté. Es posible, incluso, que hablase con él. Sí íbamos a ser compañeros toda la vida, debía conocerlo para que, al mismo tiempo que caminase con libertad, tomase todas las precauciones necesarias para evitar una nueva crisis.

No sé qué me depara el futuro -¿hay alguien que lo pueda saber?- pero sí sé que merece la pena intentarlo. Que sí podemos vivir, hacia dentro y hacia fuera, con normalidad.

Montse Baró

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