Fotografia © Irina Santos

Fotografía © Irina Santos

El trauma tuvo lugar a principios de los ’80, en tiempos convulsos para el país. Yo tenía 9 o 10 años, no recuerdo exactamente, y un día jugaba en la calle con una pelota de fútbol. Estaba solo delante de mi casa, en el pueblo donde vivo, en un barrio residencial. De golpe, la pelota se coló en casa del vecino. Fui a buscarla, cuando de repente, apareció el vecino, un chico de unos 20 años que vivía solo. El chico me cogió la pelota y fue esquivándome y conduciéndome unas casas más allá, hasta un lugar en obras. Nadie en la calle. En aquellos momentos, el chico me acosó sexualmente, con fuerza, avidez y violencia. Yo me rebelé y con un golpe de fuerza me lo quité de encima y eché a correr, con rabia, desesperación y un gran llanto.

Llegué a casa, donde mi madre me esperaba. Le expliqué los detalles entre balbuceos, náuseas y un sentimiento de indefensión. La reacción de mi padre fue la de ir a ver al vecino, y amenazarle: “Que si no se iba de la casa lo mataría”. El chico terminaría marchando al cabo de un tiempo incierto.

Yo volví al colegio al día siguiente. Cada día comíamos y cenábamos y mirábamos la televisión, como si nada hubiera pasado. Mis padres me sobreprotegían y si salía el tema, se acababa por silenciar. Yo estaba necesitado de comprensión y de manifestar mi rechazo a lo que me habían hecho. No entendía qué me había pasado y tuve que esconder e intentar digerir en soledad los pensamientos, las emociones y sentimientos derivados del Trastorno por Estrés Post-traumático (TEPT) -que imagino que sufrí, pero no tuve diagnóstico-, cuando una visita al psicólogo me hubiera ido fantásticamente bien.

Mientras tanto, mi madre me mimaba con la comida y con la ropa que me compraba, mi padre nos llevaba a salidas por la naturaleza, a hacer deporte, a caminar. Los dos tenían una muy alta concepción de mí. Yo, al ser el hermano pequeño, era el niño mimado y consentido. Mientras que mi hermana mayor era más independiente y vivía fuera de casa. Ella también tenía problemas sentimentales, de estudios y de trabajo, como todo el mundo. No todo fue infelicidad, también hubo momentos de lucidez en aquellos últimos tiempos de la infancia.

Pero se produjo un significativo descenso de mi rendimiento escolar, que se tradujo en notas bajas, dificultades de concentración y un aislamiento progresivo. También fui víctima de la represión de niños que venían de otras escuelas para amenazarme y pegarme. En aquella época, no existían los diagnósticos de TEPT, ni de Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH), dejádmelo recalcar. Las maestras daban el temario y hacían controles, pero descuidaban la parte psicológica de los niños y niñas. Yo tenía problemas de autoestima y alta susceptibilidad a los cambios emocionales. Hice la primera comunión en un entorno religioso, semirural y a principios de la España constitucional y democrática. La influencia post-franquista y represora todavía se dejaba notar, incluso en las escuelas. Y bajo mi punto de vista, un niño de 9-10 años que sufre un TEPT, lo vive con más intensidad y afectación que cualquier adulto, copando en su vida una importancia extraordinaria.

Más tarde, manifesté un comportamiento hipersexuado. Le otorgaba excesiva importancia al sexo. A los 12 años yo tenía un amor secreto: una niña muy coqueta de mi clase a quien deseaba, sexualmente, de manera impulsiva, vehemente y caótica. La tenía idealizada, estaba enamorado. La observaba, sediento, y me distraía de mis estudios. La obsesión con esta niña duraría y duraría…

A los 13 años, aproximadamente, sufrí un episodio de cleptomanía. Se dio en una salida cultural de la escuela. Al enterarse, la directora nos hizo una reprimenda en un tono muy cristiano, pero bajo la amenaza de castigo, si no devolvíamos lo que habíamos robado. Creo que devolví lo que robé, pero esto supuso para mí una gran vergüenza y sentimiento de culpa, con acento en la parte emotiva, por ser señalado ante mis compañeros/as de clase. Esto desencadenó el mayor descalabro en el rendimiento escolar hasta entonces. Aunque aprobé la EGB por la mínima, es evidente que yo tenía problemas emocionales y mentales, que venía arrastrando desde los tiempos del TEPT.

A los 14 pedí a mi padre que me llevara a una escuela de dibujo, que se me daba fantásticamente bien. Yo tenía predilección por las artes plásticas y quería triunfar como diseñador de moda o artista y bohemio. La respuesta vendría a ser que tenía que hacer el Bachillerato y después Empresariales en la Universidad. No me dejó opción y aquello fue un portazo a mis aspiraciones futuras. El fracaso estudiantil estaba asegurado. Más leña al fuego, para cuando mi salud mental terminara por romperse en mil pedazos más adelante.

Me gustaría que reflexionarais sobre el TEPT en la infancia. ¿Qué se deriva de las violaciones, cuando aún no se tiene suficiente capacidad de abstracción? Hay que ponerlo de manifiesto para que tomemos conciencia de la gravedad que representan los TEPT en etapas de la vida en las que la persona no tiene suficiente madurez mental como para asumir su sexualidad.

He querido contar mis experiencias en primera persona y dar testimonio de la importancia que tienen determinados hechos en la vida, que pueden suponer puntos de inflexión en el curso vital de un niño y futuro adolescente o adulto. Parafraseando a Antoine de Saint Exupéry: “Todas las personas mayores fueron niños (aunque pocas de ellas lo recuerdan)” -extraído de “El Principito” -.

Hace 2 años que el abuso que sufrí ha prescrito y ha quedado impune. El abuso sexual a menores de 13 años está penado con 8 años de prisión, como mínimo (Código Penal, 10/1995. Artículo 183). Por eso os animo a denunciar cualquier tipo de trauma a las autoridades competentes, siempre que haya motivos claros y constatables con hechos, pruebas o testigos. Escuchad al niño: Pocas veces os mentirá si su verdad os la explica desde el fondo del alma. Yo corrí hacia mis padres. Mis padres deberían haber corrido a los profesionales de la salud, a la policía, a los teléfonos de atención a la infancia, a quien sea. Los jueces están obligados, por ley, a escuchar al niño y analizar su versión. ¡No te calles, denuncia!

Dani Ferrer

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