Mirada

Fotografía © Elena Figoli

A veces me gustaría estar psicológicamente muerta, en el sentido de no darme cuenta de nada… No tener idea ni de quien soy, para qué estoy aquí, estar completamente fuera de la realidad, no ser consciente de este maldito mundo en el que me siento obligada a vivir. Pero no, tengo que cargar con el diagnóstico, el estigma, el síndrome, los síntomas que definen el Trastorno Límite de la Personalidad (TLP).

Llevo más de veinte años sufriendo, pensando que estaba convirtiéndome en una loca porque mis reacciones, pensamientos y emociones no eran “normales”. A veces, con un verdadero ensañamiento y autodestrucción física y psíquica. Y lo peor de todo, es que me daba cuenta de ello.

Así decidí ir a varios psicólogos y psiquiatras de un Centro de Salud Mental de Adultos (CSMA). Al final, uno de ellos me dijo que tenía casi todos los números para tener un TLP. Así que acudí al Hospital de Sant Pau, que por aquel entonces -corría el año 1999- estaba realizando un protocolo de investigación acerca del TLP. Después de muchas pruebas, sesiones individuales y grupales, durante varias semanas intensas, me confirmaron el diagnóstico.

En un principio, me sentí liberada, porque estaban dando un  nombre a un malestar inmensamente increíble. Por lo tanto, pensé, habría tratamiento para curarlo. ¡Qué ingenua!

Tratamiento hay, pero es una montaña rusa que no se para de psicofármacos, terapias cognitivo-conductuales, ingresos temporales en Centros de Patología Dual. Y con mucha motivación, ganas de salir adelante, de comprender el trastorno, de aceptarlo, de integrarlo en tu vida diaria, de tener paciencia… Pero llega un momento que te das cuenta que no es suficiente, que esto nunca va a detenerse.

Pero bueno, no me voy a poner negativa hasta el extremo. Con unos profesionales de la salud mental excelentes, estoy dando pequeños pasos de mejora. Y reconozco que cuando mi parte sana aparece, puedo ser la persona más “normal” del mundo y poseer la capacidad de hacer feliz a los demás, aunque sea a ratitos. Quizá por eso, todavía no me han abandonado…

Y me da mucha esperanza seguir luchando por las personas que amo y las personas que me quieren, que me aprecian, que me valoran. Supongo que llegará algún día que no necesite de la aprobación ni de la estima en exceso de los demás para saber que puedo merecer la pena por mí misma.

Naturalmente, siguiendo en la misma línea: constancia, asistencia, disciplina y verdadero trabajo con mi equipo de profesionales que me atienden y entienden.

Desde aquí, aprovecho para agradecer el trabajo de todos aquellos otros profesionales que, puntualmente, tuvieron que cuidar de mí, en alguno de mis múltiples ingresos.  También aprovecho para dar las gracias a nuestras familias y nuestras parejas. Y, cómo no, enviar un mensaje de esperanza para quienes, como yo, sufren a diario los síntomas y consecuencias de un  trastorno del que todavía queda mucho por investigar, aunque hay asociaciones y fundaciones que también están luchando por ello.

¡Ánimo a todos/as!

Sonia Avellaneda

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