Ilustración © Francesc de Diego
Estoy en una larga cola para matricularme en el 4º curso de la Facultad de Derecho. No me importa esperar: empiezo a ver todas las posibilidades que se me ofrecerán cuando acabe la carrera. Puedo especializarme en derecho internacional, hacer oposiciones a judicatura y nada me impide llegar al máximo tribunal. Durante el camino hacia casa, las expectativas se disparan. Descubro que puedo llegar a donde quiera. Tengo que demostrar en el trabajo la extraordinaria proyección que supone el departamento del cual soy la responsable. Es viernes por la tarde, hay tiempo hasta el lunes.
Mi familia organiza una comida en la masía familiar. No puedo ir, tengo que presentar un informe; es tan importante que deberé comentarlo con el presidente de la compañía. No puedo ir a la cena de la noche, mi futuro está en manos de ese informe. Lo tengo que entregar el lunes, necesito una máquina de escribir. Están a punto de cerrar las tiendas; no consigo encontrar lo que quiero. Bueno, seguro que es una señal de Dios para que no la compre. Él me está guiando desde que esto ha empezado. Lo siento dentro de mí, él me ha elegido.
Estoy en casa, sola. Todos se han ido, mi cabeza vuela y vuela. Papá, tú sabes que puedo conseguirlo, tú me apoyas. Lo sé, sé que me quieres mucho. Es de noche, ¿he cenado? Tengo el pijama puesto, no me puedo creer que tanta felicidad recorra por mis venas. ¡El mundo está a mis pies! Gabriel, estás aquí, en mi cama. Te deseo, me encanta que me comas, házmelo una y otra vez. ¿Qué hora es? ¿He dormido? Papá, perdóname, te lo suplico, yo quería estar a tu lado cuando murieses… Siempre te he querido mucho, mucho. ¡Aléjate de mí, cabrón! Satanás, no puedes hacerme nada, soy hija de Dios.
Es de día, no hay nadie. Llamaré a mi madre. Mamá, mamá, ve con cuidado, hay fuego en tu casa. No, sí. ¿Qué hacen aquí mi hermano y Ana? Por favor, cómprame tabaco, ya no tengo. No, no sé si el bar está abierto, yo estoy muerta. Mi hermano me tranquiliza, en cambio Ana tiene cara de miedo. Oh, ha llegado mi madre. Ha llegado un señor, parece médico pero no llega a tocarme. ¿Qué ocurre? ¿Por qué llora mi abuela?
¡No, no quiero ir! Me están arrastrando por el vestíbulo, no quiero entrar en el coche. ¡Verde, rojo, rojo, rojo! El coche se detiene, salen unos camilleros a buscarme. Que no me toquen, asquerosos. ¡Medicuchos! Estoy en una camilla, noto que no puedo mover los brazos, chillo desesperadamente; hay algo en mi interior que lucha por brotar. El tiempo pasa, las fuerzas me abandonan, mis gritos se van silenciando. No sé cómo he llegado; estoy en una sala, sentada frente a un televisor. No entiendo qué hago aquí, soy Barbara Streisand, tengo mucho éxito, me veo en la tele. ¡Qué bien canto! Viene un señor, vestido de blanco y se sienta en una silla. ¡Es mi padre! Papá, papá, estás aquí. Quiero darle un beso, se aparta, me dice que no me mueva de mi sitio. Los ojos se me cierran, me siento como una muñeca de trapo, me llevan a una habitación llena de camas, todo el mundo duerme. Me dicen que no haga ruido, que es muy tarde. Me acuesto, estoy desconcertada, quiero ver a mi madre, quiero estar en mi casa, empiezo a llorar y suplico a mi Dios que me saque de ahí, que me devuelva la felicidad. Me duermo sabiendo que mañana ya no estaré aquí, él me habrá rescatado…
Este texto, desde el punto de vista literario, es un soliloquio. Desde el punto de vista psiquiátrico, es un episodio de manía, de euforia, que es una de las fases que caracteriza al trastorno bipolar. Todo lo relatado es lo que yo recuerdo; no hay nada que me hayan contado.
Revivir este episodio no me ha sido traumático, más bien, lo contrario. Me alegro, cada vez más, de mi relación con el trastorno mental. Actualmente, yo llevo las riendas de mi vida. Aun cuando vuelva a padecer otra crisis, saldré de ella.
Este recuerdo se lo dedico a mi padre que ya había fallecido cuando yo tuve este brote.
Montse Baró