
Empecé Bachillerato en el instituto en 1987. En aquellos tiempos, U2 cantaba “With or without you”, la película de moda era “Dirty Dancing” y mi serie favorita: “Aquellos maravillosos años”.
A los 17 tuve una novia, con quien salí medio año, pero a quien despaché porque no veía claro mi futuro estudiantil, ni profesional, ni tampoco sentimental. Me puse el listón muy alto y el fracaso estudiantil y sentimental no se hicieron esperar. Vino un cambio radical en mi vida, cuando accedí al mercado laboral.
Me quedaba poco para cumplir los 18 años y, habiendo abandonado el COU -el antiguo curso de orientación universitaria-, entré a trabajar de ayudante de camarero en un restaurante. Allí conocí al cocinero, un hombre de cuarenta años. Uno de los camareros me advirtió del peligro que era aquel hombre, que tuviera mucho cuidado con él. Después de varios meses trabajando en ese restaurante, caí en las redes del cocinero. El peligro del que había sido advertido no era más que su homosexualidad. Tuve una experiencia homosexual, fugaz, con él, que se dio sólo una noche, en un contexto de indecisión, en que dudé de mi identidad sexual. En aquellos días, yo estaba enamorado y soñaba con luchar por los derechos de los gays, y pensaba en los sabios y filósofos de la Antigua Grecia clásica que iniciaban los discípulos y, entonces, la homosexualidad era ciertamente bien vista.
Pero, al enterarse el personal del restaurante, tomaron una actitud de distanciamiento y, me atrevería a decir, reaccionaria e intransigente. Fue entonces que una revista “Interviú” fue a parar a mis manos. En ella había un artículo que decía algo así como: “Ministro esconde que sufre Esquizofrenia”, en el que se hablaba sobre el hecho de que esta enfermedad mental no era bien vista en las altas instancias del gobierno, o que esta enfermedad se caracterizaba por síntomas tales y tales. No puedo afirmar con exactitud qué decía el artículo, ni cómo se titulaba. Era el año 1991, eso lo tengo grabado. El hecho es que yo, sin miedo y decidido, me dirigí a la camarera que estaba a cargo del negocio y le increpé, revista en mano: “El cocinero padece esta enfermedad, lo sé porque los síntomas que aquí se describen, coinciden con su personalidad”. Quería ayudar, como fuera, a mejorar el clima laboral, pero… me finiquitaron. Con una frialdad y escrupulosidad soberbia, me desearon buenas fiestas. No volví a ver ninguna persona de esa plantilla, nunca más. ¿Discriminación? Eran otros tiempos.
A principios de 1994 tuve un brote psicótico agudo que comenzó de manera insidiosa, ya saben, poco a poco. Trabajaba en otro restaurante, esta vez como ayudante de cocina. Yo creo que tuve un delirio de celotipia que se fue manifestando poco a poco. Es decir, estaba celoso del chef, a quien acabé por empujar e insultar. Un mal día lo puede tener cualquiera. Reunidos mi padre, el presidente de ese club, el metre, el chef y yo, a raíz de los graves hechos que presenció el personal del restaurante, decidieron que me convenían unas vacaciones. Las disfruté, pero al volver al trabajo, decidí marcharme por un sentimiento de vergüenza propia, al haber sido rudo y supuestamente violento. Agaché la cabeza y quise reorientar mi profesión. Además, me daban miedo los cuchillos y quise dejar la hostelería.
Entre 1994 y 1995 hice cursos de informática. Sólo me dedicaba a esto. A mediados de 1995 encontré trabajo en un almacén de archivos, como auxiliar. A finales de 1995 me reenganché al COU, en horario de tarde- noche. Sentía decir que la gente trabajaba y estudiaba para ahorrar para la futura universidad, o para sus gastos, como todo el mundo. Nada más lejos de lo que es común encontrar en la ciudad hoy en día.
Lo que pasó es que yo hacía un horario muy salvaje: de 8:00hs a 17:00hs, con una hora para comer, mientras que las clases de COU comenzaban a las 17:30hs y acababan más allá de las 22:00hs. Y al día siguiente, otra vez. Si empecé en septiembre de 1995, en enero de 1996 cogí una baja laboral debida a un estrés implacable y deshumanizante, dado que después de 8 horas laborables me metía ante los pupitres durante 5 horas más, convirtiéndose en jornadas interminables y agotadoras. Una tortura.
Pero fue en el horario laboral que sufrí más las consecuencias de lo que sería el segundo brote psicótico agudo, que se produjo con mucha fuerza y de manera abrupta. Nunca he vuelto a vivir la paranoia de la manera como la viví aquellos días. Fue como un vendaval de ideación persecutoria, voces que no callaban y cada vez eran más altas, negativas e intransigentes. Sospechaba de todos, quería desaparecer y desertar. Vino una baja laboral, interrumpí los estudios por segunda vez. Yo era incapaz de descifrar qué me pasaba. Hasta que mi padre me llevó a un centro donde me hicieron unas preguntas. Días después volví y, de la mesa de aquella psiquiatra, que se marchó un momento del despacho, cogí el papel donde decía mi diagnóstico: “Esquizofrenia Paranoide Crónica”, leí. Me dirigí a mi padre y le dije: “Mira, papá, mira qué dice aquí: esto es lo que me pasa, la causa de mis problemas”. La empresa de archivos me despachó al mes de haber cogido el alta para volver al trabajo. ¿Discriminación? Evidentemente que sí.
No era mi primer contacto con la palabra “Esquizofrenia”. ¿Recordáis qué pasó en mi primer restaurante a raíz de aquel artículo de “Interviú”? Como si se tratara de una premonición, en el cocinero identifiqué cosas que me pasaban a mí. ¡El cocinero no era un psicótico! ¡Él no sufría ningún problema de salud mental! Que él fuera gay declarado no era motivo para desconfiar, pero yo quise ver en él defectos que me eran propios. Dice un refrán: “ves la paja en el ojo ajeno, pero no ves la viga en tu ojo”. Yo quise proyectar en el cocinero lo que, en el fondo, me estaba pasando a mí. A los 18 años, probablemente, se estaba gestando mi esquizofrenia. A los 20 años tuve un primer brote y a los 22 vendría el segundo brote, el diagnóstico y subsiguiente tratamiento médico ambulatorio. En medio, las historias de la “mili”, pero eso para otro día.
Dani Ferrer