Il·lustració © Sergi Balfegó

Ilustración © Sergi Balfegó

Soy una persona con Autismo. El tipo de Autismo que padezco (Síndrome de Asperger) me permite expresarme verbalmente, pero las palabras con que interacciono con el mundo que me rodea no son como las de los demás. Siento las mías como huecas, como meros caparazones vacíos, ya que las interpreto como carentes de sus compañeras, las emociones.

Sé que ese vacío es falso, pero ello no impide que me haga sufrir: saber algo, en mi caso, suele ser de poca ayuda, ya que es el mundo de los sentimientos el que percibo como quebrado en mi ser. La emoción “vacío” es una de las pocas que siento con suficiente intensidad como para que se adhiera a mí. Otra de esas emociones es la culpa.

A menudo, cuando no comprendo una situación en que el mundo emocional es protagonista, la culpa me invade. Me inutiliza. Y, junto a la punzante claridad de la emoción “culpa”, otro sentimiento despierta en su madriguera, situada en lo más profundo del corazón. Ese sentimiento deja de estar acurrucado: poco a poco, se estira y, pronto, hace latir todo mi cuerpo. El golpeteo de mis sienes me ensordece.

El miedo me invade.

¿Miedo a qué? A esa emoción que no logro sentir, supongo. A lo desconocido.

Mi mente busca frenéticamente párrafos, frases. Un discurso al que aferrarse. O, ya implorando a la nada, tan sólo una palabra, un único concepto que me ayude a dejar de llorar, o de dar golpes, o de cerrar los puños con fuerza, apretar las mandíbulas y mecerme con suavidad.

Pero nada de eso ocurre, aunque pronto llega la calma. La emoción se duerme (la tristeza pasa, el enfado se desvanece) y, así, deja de hacer que mi corazón lata tan deprisa. Sin ese ritmo apremiante, la mente descansa. Deja de buscar. Ya no necesita palabras.

Al menos, no hasta que la próxima emoción surja con suficiente intensidad como para hacer que todo el duro camino vuelva a ser creado. Mi mente está agotada, hastiada de tanto hacer camino al andar.

Cuando nunca se llega al destino imaginado, ¿para qué esforzarse?

Pues para nada. Pero la mente vuelve una y otra vez a su quehacer en apariencia inútil, puesto que el corazón late más y más deprisa día sí y día también.

Al parecer, sentir es inevitable.

‘¿Qué emoción habrá despertado esta vez?’, me pregunto. Tal vez una que me lleve a Urgencias tras haberme quedado bloqueada, una que me haga golpear la camilla y que conduzca al psiquiatra a darme sin demora un poco de ansiolítico.

La emoción vuelve a dormir, esta vez gracias al medicamento.

Pero ya no quiero vivir así. Me niego a ser ciega a los sentimientos. ¡Quiero poder verlos, quiero abrazarlos y, junto al abrazo, poder balbucear mis primeras palabras sentidas!

Así que sigo las indicaciones de mi psicóloga: pronto, aprendo palabras completas, esféricas, llenas de emoción. Y luego, las aplico a mi ser y a quienes me rodean. Poco a poco, creo un esquema. Una guía. Algo que entiendo: instrucciones de sentimientos esquivos.

Sí, es cierto, los puntos de mi libro se mueven. Las personas cambian, y cada situación es distinta, cada momento es único.

Sin embargo, ya tengo un plano. Es una burda e inmutable versión de una realidad compleja y cambiante, lo sé. Pero no me importa: me gusta vivir una vida repleta de aventuras, mapas del tesoro e islas paradisíacas. Probablemente, jamás seré una persona sin Autismo, pero éste tampoco puede ser sin una persona que piensa, que hace.

No puede ser sin una persona que siente.

Rosa del Hoyo

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