Il·lustració © Francesc de Diego

Ilustración © Francesc de Diego

De un tiempo a esta parte, vengo leyendo sobre feminismo, libros y varios sitios web que tienen mucha información interesante escrita con perspectiva de género, como es Píkara Magazine u otros artículos que compañeras (y también compañeros) me pasan a través de las redes sociales. Estoy aprendiendo mucho y ahora hay cosas que veo de otra manera, esas gafas de color violeta, que llaman, que es como pasar las cosas por el filtro del feminismo, y ver cómo rechinan. Es un camino apasionante, aunque yo apenas estoy en sus inicios.

Y supongo que es en parte gracias a estas lecturas, y a que me estoy mirando dentro, analizándome, que me he dado cuenta de que hace media vida, a mis 16-17 años, pasé por una situación de abuso que hasta ahora nunca había nombrado así, y que siempre había pensado que era normal que me pasara.

No hacía demasiado tiempo que me habían diagnosticado de una enfermedad mental (etiqueta amplia que en mi caso abarcaba desde una ansiedad que apenas me dejaba respirar, infelicidad, sentimiento de vacío y autoestima baja no, lo siguiente; además de ideas autolíticas y de autolesionarme, lo cual me costaba mucho controlar). Aún no me conocía tanto como me conozco hoy, lo cual ayuda, pero ni siquiera así consigo siempre manejarme bien. Sí sabía algunas cosas: tenía muchísimos tabúes con la sexualidad, con la desnudez y con mi propio cuerpo. No me relacionaba bien conmigo misma, y me costaba también relacionarme con los demás. Y todo esto, con al resto de síntomas, en una batidora junto con las dificultades que solemos pasar en la adolescencia. Difícil.

En el Hospital Psiquiátrico de Día al que asistía conocí a un chico con el que tuve una relación fugaz. Recuerdo que tenía bonitos ojos y que tocaba la guitarra mientras yo cantaba canciones de Silvio Rodríguez. ¿Qué más podía pedir? Pues que respetase mis tiempos, que entendiese mis ritmos. Pero no.

Sin entrar en muchos detalles, hubo un día que me invitó a su casa, entramos en su cuarto y después de unas canciones y unos besos sobre la cama, él intentó -de manera muy insistente- tocarme los pechos y que yo le tocara el “paquete”. Tomaba mi mano y la apretaba contra sus vaqueros, contra su sexo, yo la retiraba y él volvía a cogerla, una y otra vez. O me metía su mano por debajo de la camiseta y el sujetador y yo no reaccionaba, me quedaba paralizada sin saber qué hacer, decía “no…” pero no sabía quitármelo de encima.

No volví a su casa después de ese día. Pero siempre pensé que esa actitud suya había sido normal, que era yo la que tenía problemas con mi cuerpo y con el sexo y que él no tenía por qué entenderlos ni asumirlos ni saberlos tratar. Me culpé porque era mi cabeza la que no funcionaba como es debido… Y la suya, creí yo, la actitud normal de un adolescente como yo, con las hormonas alteradas y con ganas de. Él no tenía la culpa de que yo hubiera reaccionado mal, o de mis traumas, mis “movidas”, pensaba entonces.

Sólo desde hace poco tiempo he podido mirarlo con otros ojos, quizás por esas gafas de color violeta que van transformando la forma en que ves el mundo. Sólo ahora he visto que daba igual por qué yo no quisiera seguir, no importa si no quería que me tocara o tocarle porque yo tenía tabúes o problemas internos sin resolver, no importa si él tenía las hormonas alteradas, no importa que yo no quisiera tocarle el “paquete” por la razón más peregrina o la menos… lo que importa es, simplemente, que yo no quería. Y como él sí, no le importaba mi reacción y seguía. Y no hacía falta que él se pusiera en mi lugar y comprendiese en cinco minutos toda mi historia, mis problemas, mi enfermedad mental o mi mundo interior. No. Sólo hacía falta que entendiera que NO ES NO. Sin más. Que no importaban las razones que hubiera detrás, bastaba con saber que no quería hacer eso.

Por eso, ahora, media vida después, le he puesto nombre y me he quitado culpas. Fue una situación de abuso, que probablemente hizo crecer mi desconfianza y ralentizó la normalización de mis relaciones con el sexo opuesto. También hizo que mi autoestima, ya de por sí bastante maltrecha, bajara más aún, y que durante mucho tiempo yo pensase que lo mejor para mí era estar sola porque nadie iba a poder entenderme nunca. Erróneamente, normalicé lo que había pasado. Pero no. Lo normal no es –no debería serlo- que te metan mano sin tu consentimiento, que te obliguen a meterle mano a él. No.

El otro día comentaba todo esto con otra mujer, y ella me decía que también había vivido una situación de abuso mucho más atrás aún que yo. Y que cuando habló de ella en su casa, actuaron entre quitándole importancia y no creyéndola. “Te habrá parecido”, le decían. Y juntas, nos preguntábamos cuántas mujeres habrán sufrido situaciones parecidas, de las que no hablan, algunas que permanecen enquistadas, algunas otras sin ser reconocidas aún como esos abusos producto de la sociedad patriarcal y machista en la que vivimos. Cuántas seguirán pensando que fue culpa suya; que fue ella la que subió a su casa; que si ella no tenía ganas y él sí, lo normal era que prevaleciera el deseo de él; que –como pensé yo- él no tenía por qué hacerse cargo de sus movidas. Sin saber el porcentaje, creo que serán muchas, siempre demasiadas por pocas que fueran. Demasiadas.

Y ya termino, sólo recomendando a quien no se haya acercado al tema del feminismo, que os sumerjáis en él, que leáis, que aprendáis, que os reviséis por dentro las pequeñas o grandes conductas machistas que también nosotras llevamos a cabo cada día, educadas como estamos en una sociedad machista. Y también los hombres que queráis una sociedad más justa, más igualitaria, leed, miraos dentro, analizad vuestro comportamiento, los privilegios que tenéis y que ejercéis y cómo renunciar a ellos. Lo mismo así, dentro de unos años, lo que cuento en este post es una historia que no se repite diariamente.

Marta Plaza

Comentarios: