Il·lustració © Sergi Balfegó

Ilustración © Sergi Balfegó

Todo empezó alrededor de los 12 años. Entonces, yo era una niña gordita. En casa no teníamos unos buenos hábitos alimentarios, comíamos lo que queríamos. Recuerdo que nunca entraba nada de verdura, y apenas fruta, todo eran patatas, carnes, rebozados, fritos, pizzas, bocatas, embutidos, comida basura, helados… Y eso lo hacía mi madre para no tener que lidiar cada día una batalla contra mi hermano mayor, al que no le gustaba nada comer. Dándole lo que él quería, no había peleas en casa, así que la alimentación familiar no era muy buena que digamos.

Si yo por aquel entonces ya era la burla de mi colegio por mi cuerpo, al llegar a la adolescencia aún lo empecé a ser más. Y no sólo lo era en mi colegio, también para mi padre y para mi hermano, quienes me llamaban “petit porquet” (pequeño cerdito). Pero por aquel entonces, yo era feliz comiendo y no me importaba nada lo que me dijeran, me daba igual.

Hacia los trece años, empecé a tener problemas con la compra de ropa, pues en las tiendas de niñas no me cabía nada. Yo ahí empecé a tomar consciencia de mi problema y a preocuparme por el cuerpo y el peso. En el colegio todo seguía igual, y ahora ya sí que me empezaba a molestar recibir insultos. Y al ver que me dejaban de lado, empecé a preocuparme. Cada vez me sentía menos querida, por mi peso.

Llegó un día, no sé cómo, le dije a mi madre que ya no quería ser más gorda, que quería ir a algún médico que me diera una dieta para bajar todo el peso que me sobraba. Mi madre me dijo que sí. Fuimos a un endocrinólogo, quien me dijo que teníamos mucho trabajo por delante, me sobraban unos 25 kg para llegar a mi peso normal, pero si seguía la dieta que él me daba, que era una dieta muy hipocalórica, y hacía ejercicio, iría bajando.

Cada quince días íbamos a ver al endocrino, y nunca le fallé, siempre había bajado entre dos y tres, incluso cuatro quilos. Haciendo las cosas bien. Mi madre y yo llevábamos el régimen a rajatabla, no nos saltábamos nada, y yo encima hacía deporte. Así que el patito feo se fue convirtiendo en cisne. En pocos meses, en el colegio pasé de ser la más torpe y fea, a ser de las más populares y a la que todo el mundo quería parecerse, cosa que mi autoestima subió como la espuma. Y en relación con mi familia, todos estaban encantados, especialmente mi padre, que estaba orgullosísimo de mí y de mi evolución. Además, mi rendimiento académico también sufrió un gran cambio, de ser una estudiante normalita, pasé a ser una de las mejores de la promoción, sacando excelentes en todas las materias. Quería ser perfecta en todo.

Pero al cabo de un año de régimen, el doctor me dijo que ya deberíamos parar. Ahí fue donde se terminó nuestra amistad, pues yo no deseaba para nada tener que parar. Pero él no me permitiría que siguiera bajando. Así que dejé de ir a verle. Mi madre empezó a hacerme comida más normal, que yo rechazaba. Sólo comía la comida que me preparaba yo misma, y esa era la de la dieta. Y así durante un tiempo, pero poco a poco, empecé a ir suprimiendo alimentos o gramos de esa misma dieta que tantos quilos me había hecho perder. Y encima subí el ritmo de ejercicio. Así que aún iba bajando más en picado.

Me dio por hacer mucha actividad. Me iba a todas partes andando, quizá me pasaba ocho horas al día caminando, no podía estar quieta… Mi madre, ya preocupada, me llevó al especialista, y allí esperando a que le diesen mi diagnóstico, se llevó una gran sorpresa cuando le dijeron que no se preocupase, que a la niña no le pasaba nada, que simplemente eran los cambios de la pubertad y que no le diese más importancia. Aunque tanto ella como yo nos miramos, pues sabíamos muy bien lo que me estaba pasando, mi madre no tuvo más remedio que esperar a que las cosas cayesen por su propio peso.

Así esperó unos meses más a que perdiese más el control (peso), para volverme a llevar al especialista. Entonces, éste se cuestionó su primera valoración y nos dijo que, sí, comenzaba a cursar un inicio de anorexia nerviosa. Yo, desde antes de que el endocrino me dijese que debía abandonar la dieta, ya me notaba muy enganchada a todo esto: las dietas, el ejercicio, pesarme en todos lados, pensar sólo en quemar, quemar y quemar… Ya sabía dentro de mío que algo no funcionaba muy bien, pero no quería alarmarlos, no quería preocupar a mi madre, sobre todo, que es muy sufridora, así que preferí quedármelo para mí. Además, si lo decía y descubrían lo que sucedía, me tendrían más controlada, con lo cual no podría seguir haciendo de las mías, que es lo que yo en aquel momento quería.

En esa época, lo único por lo que vivía era para perder peso. Era lo único que me importaba. Pero en el fondo sabía perfectamente que estaba ya enferma de anorexia. Así, como podréis ver, empecé de una forma un poco como si fuese un juego, y mirad hasta donde me ha llevado al juego, que aún sigo jugando. Entras en la enfermedad, que ni te das ni cuenta, pero luego, salir, ya es otra cosa…

Nina Febrer

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