
Tengo 28 años y soy profesora de catalán y castellano, aunque ahora estoy en el paro. Estoy diagnosticada de depresión endógena desde los 18 años, aunque yo recuerdo mi tristeza de bien pequeña, así como pequeños síntomas de trastorno obsesivo.
Desde hace un tiempo, siento la necesidad y la obligación de involucrarme en algún proyecto de apoyo a las personas con trastornos mentales. Mi historia es, seguramente, como la de muchas otras personas con la misma enfermedad. Diferentes psiquiatras, psicólogos, diferentes medicaciones… hasta que tuve un intento de suicidio a los 22 años.
Con el tiempo, me he dado cuenta de que este intento de suicidio realmente era un grito a la vida, un grito de desesperación. Lo que yo quería era vivir. Lo que pasó me hizo ver, de alguna manera, que yo amaba la vida. A partir de entonces, y con la ayuda de mi actual psiquiatra, me fui encontrando mejor. Llevo seis años muy estable, con la medicación, claro, pero con pocas recaídas, y muy leves.
Lo que más me preocupa es lo que no sale en los manuales de medicina. Lo que cuesta tanto de explicar y que nos hace sentir tan solas y tan solos y tan incomprendidos. Una depresión endógena, es decir, crónica, hereditaria, no es una persona encerrada en la habitación sin querer salir, sin ganas de vivir. O sí. Pero también es una especie de sombra que nos acompaña cuando estamos relativamente bien, cuando sonreímos, cuando hacemos vida “normal”. Me preocupa cómo explicar esto a las personas que no lo han sentido nunca, cómo hacernos comprender.
Porque la sombra siempre está ahí. La sombra transformada en dolor de cabeza, en ansiedad. La sombra que no nos deja concentrar en leer un libro, al ver una película. La sombra que no te deja tener ganas cuando quieres tener ganas. La sombra que te llama hacia la soledad. La cabeza que siempre parece a punto de explotar. Los pensamientos, inconexos, la constante sensación de irrealidad, de distanciamiento. O, todo lo contrario, la sensación de “zoom”, como si nuestra percepción fuera una cámara fotográfica que nos lo hiciera vivir todo a flor de piel. Y las lágrimas, siempre a punto de saltar, incluso cuando estás sonriendo. La sombra que siempre nos acompaña.
Con los años he aceptado mis límites. He aceptado que hay cosas que yo no puedo hacer. No es una renuncia, es simplemente aceptación, es no querer darme mil veces más contra la misma piedra. Con los años he aceptado que no puedo estar en una conversación más de dos horas porque la cabeza desconecta, porque la sombra se la lleva. Con los años he descubierto que yo soy más lenta que los demás, que necesito más tiempo para hacer las mismas cosas. Porque la sombra se pone por el medio, y me tropiezo. Y si corro, la caída siempre es peor.
Pero con los años, también he descubierto que quizá esta enfermedad o no enfermedad, esta sombra que me acompaña, quizá también es mi tesoro. A veces pienso que las personas con trastornos mentales hemos aprendido a desarrollar otras cosas: la sensibilidad, la capacidad de agradecimiento, el tener suficiente con el canto de un pájaro.
Pienso que los que tenemos enfermedades mentales y hemos aprendido a convivir con ellas, de alguna manera tenemos el deber moral de ayudar a los que todavía están en el fondo del pozo. Tenemos el deber de hacer creer que en el fondo hay una luz. Porque está. Y acompañarlos en el camino.
Júlia Casas